El Tribunal Constitucional ha ratificado la constitucionalidad de la Ley de Islas Verdes, admitiendo únicamente el recurso presentado por Podemos en lo que se refiere a su disposición adicional segunda, en la que se pretendía eludir un pronunciamiento del Supremo sobre una decena de actuaciones realizadas en La Palma antes de la aprobación de la ley. La sentencia reabre de alguna manera el debate sobre el modelo de desarrollo que deben tener las islas periféricas de la provincia tinerfeña, por completo ajenas al modelo turístico de sol y playa que define las economías de Lanzarote, Fuerteventura y de los sures de Gran Canaria y Tenerife.

Al margen de la constitucionalidad de la ley, que ampara el desarrollo de iniciativas turísticas en el suelo rústico de La Palma, La Gomera y el Hierro, son muchas las personas que consideran que introducir esa posibilidad de desarrollo en las denominadas ''islas verdes'' supone colocar su territorio en serio peligro de destrucción, y la identidad y cultura de las islas es riesgo de desaparición. Es curioso que esa preocupación -acompañada a veces de ciertas dosis de dramatismo- se produzca normalmente en las islas que ya tienen perfectamente asentado el modelo de desarrollo turístico que impulsa y sostiene su economía. Es difícil escuchar voces de La Palma, La Gomera y El Hierro, contrarias a la diversificación y fortalecimiento de unas economías bastante raquíticas y que hoy dependen casi exclusivamente de las ayuda y la presencia del sector público y de clases pasivas. Es cierto que con la ayuda de las instituciones europeas y españolas, Canarias puede asumir -de hecho hoy ocurre así- el sostener y preservar las islas de La Gomera y El Hierro, para que las personas que viven en ellas tengan -con las limitaciones propias de territorios poco poblados y alejados- un acceso al bienestar similar al del resto de la región. Con cuatro veces la población de La Gomera, y ocho veces la de El Hierro, La Palma es mucho más difícil de sostener, una isla con mayores necesidades y castigada por el envejecimiento constante de su población y por la total dependencia de su agricultura de ayudas que no responden a la voluntad de Canarias, sus instituciones o sus dirigentes. La Palma es una isla condenada irremediablemente a la decadencia si no se articulan medidas para activar y diversificar su economía, y rejuvenecer su población. Algunas medidas ya existentes, como la subvenciones al cultivo y comercialización del plátano, han evitado que la Isla se convierta en un desierto, pero la agricultura no es suficiente para garantizar los niveles de desarrollo que cualquier ciudadano de Canarias considera hoy un derecho. La Palma necesita crecer en turismo. Un turismo respetuoso con la Isla, integrado en su actual paisaje y que proyecte la percepción de que la Isla es un lugar diferente donde cabe un turismo menos agresivo para el territorio y de mayor calidad. Resistirse a eso es asumir la paulatina despoblación de un territorio que los hijos de La Palma han ido abandonando de manera constante en el último medio siglo. Un territorio sin población es al final un territorio sin servicios, sin sanidad, sin educación, sin manifestaciones culturales y sin interés. El precio a pagar por seguir existiendo es asumir algunos riesgos. El turismo puede suponer sin duda un riesgo para el territorio, pero también una oportunidad para las personas. Se trata de encontrar el equilibrio.