Eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor es un camelo que nos decimos quienes peinamos canas, en añoranza de un pasado que nunca regresa. Pero sí es verdad que cambian los formatos, y algunos cambian tanto, que el mundo se vuelve irreconocible para quienes lo contemplan con los ojos de siempre. Es verdad que hace treinta o treinta y cinco años, lo normal era moverse dentro de una cierta virginidad, un adanismo feliz, instalado en la conciencia de usufructuar la herencia de un tiempo predemocrático en el que una carrera política no era -con algunas excepciones notables- mucho más que la asunción de una designación y el cumplimiento de las órdenes que venían de arriba. En esos tiempos pretéritos, cuando esto empezaba a caminar en dirección a un mundo que iba a ser mejor, un debate parlamentario incluía discursos programáticos, idearios y catálogos de actuaciones plagados de reflexiones casi filosóficas sobre las intenciones políticas del vocero del poder. Hoy eso ha cambiado, y los discursos políticos que se hacen desde el Gobierno y desde la oposición reflejan que la política se ha convertido en un zoco. Los políticos que mandan dicen lo que ha hecho (en muchas ocasiones lo que han gastado) y anuncian lo que quiere hacer (casi siempre lo que va a gastar). La oposición denuncia lo que no se ha hecho y promete hacer lo que se debería hacer, siempre con el añadido de a quién beneficia si se hace.

No se aportan proyectos, sino promesas. Y entonces los discursos se trufan de millones de euros, ratios y porcentajes, estadísticas y tantos por ciento, y a veces resultan ser un mero listado de compromisos por sectores: tanto para los vendedores de coches híbridos, tanto para los docentes interinos, tanto para los viejos de hoy y los de mañana, tanto para los fanáticos de las consolas, tanto para los ecologistas (a ver si dejan de dar la lata), tanto para los estudiantes, tanto para contratar definitivamente a los sanitarios, tanto para que los residentes paguen más barato el transporte, tanto para atender a los viejos de hoy y de mañana que cada vez seremos más? ah, y tanto para los más pobres, que son la guinda de todos los discursos de los que mandan: para ellos, los más desfavorecidos, rebajas en el IRPF (los pobres de este país pagan IRPF, curiosa paradoja), más prestaciones sociales mejoradas, y algunas vagas promesas de apretarle las clavijas al Estado para que mejore las pensiones no contributivas. Algunas cosas las plantea el Gobierno, otras la oposición, y algunas las dicen al alimón Gobierno y oposición, porque las nuevas ideas son escasas, y a veces hay que compartirlas.

El Parlamento de hoy es un mercado, una bolsa de contrataciones, un zoco magrebí dónde se compran y se venden promesas y se defienden con uñas y dientes intereses de grupos, sectores, empresas y colectivos, con la idea de que esos grupos y colectivos sumados constituyen el interés general de la nación. Ni es así, ni tampoco hay recursos para hacer todo lo que se promete hacer, ni el valor de reconocer y ordenar las prioridades. La política abandona el vuelo de las ideas, incluso la dialéctica de s diferencias, y se transforma gradualmente en una subasta de favores, pomposamente hilvanados en discursos escritos por asesores, con los que se contesta espontáneamente a las intervenciones precedentes. El zoco convierte la política en una acumulación de productos y bienes, expuesta con la misma vistosidad que esos centenares de babuchas de vivos colores que sirven de reclamo en los comercios magrebís.

La gente se aparta de ese espectáculo: se aparta porque el destino recurrente de las promesas consiste es ser incumplidas y defraudar, porque la costumbre asumida es considerar que sólo es prioritario lo mío, lo que me afecta, y -sobre todo- porque también nosotros hemos cambiado: antes queríamos influir en las decisiones del gobierno transformar la sociedad. Ahora lo que queremos todos es que nos vendan barato y nos compren caro. Y lo que logramos es que nos compren por nada y nos cobren por todo.