El comisionado contra la pobreza en Canarias, Santiago Rodríguez, ha anunciado que el Gobierno estudia una ley que permita valorar la probidad de las empresas en materia laboral y medioambiental, y establezca lo que la propia ley define como una "reserva de mercado" para personas con distintos tipos y grados de insuficiencia. La parte más llamativa del proyecto, la que más tiene que ver con las competencias del comisionado, es la relativa a primar a las empresas licitadoras que cumplan los convenios colectivos y retribuyan a sus trabajadores de una manera justa. La pregunta que habría que hacerse es por qué se ha llegado a una situación en la que el Gobierno tenga que utilizar la licitación para conseguir lo que no logra la inspección de trabajo? y la respuesta es sencilla: el propio Gobierno es en parte responsable de que las empresas licitadoras apliquen retribuciones a la baja a sus empleados.

Los factores que han llevado a eso son múltiples y no todos son responsabilidad exclusiva de las administraciones. Por un lado, está la crisis económica, que ha cambiado la forma en la que se entendían las relaciones laborales en este país, el rol unificador de la negociación colectiva, el proteccionismo al empleo y otros mecanismos de defensa de los intereses del trabajador que fueron dinamitados por una reforma laboral que se pensó para salvar empresas a costa de castigar a sus trabajadores. Pero en lo que se refiere a las empresas que licitan con la administración, la pauperización de sus empleados tiene que ver también con la desaparición de las normas para evitar bajas temerarias en las ofertas. Sin el límite de la baja temeraria y con la presión para adjudicar siempre a la empresa que hiciera ofertas más económicas, de facto se convirtieron todos los concursos en subastas, lo que produjo una situación endemoniada. Las licitadoras bajaban temerariamente sus ofertas, incluso por debajo de los precios reales, obligándose a reducir la calidad de los servicios y productos, mermando la parte destinada a salarios, y recurriendo luego a "reformados" de los contratos, muchos de ellos judicializados, que obligaban a pagar a la administración un precio por encima del inicialmente ofertado.

Un ejemplo clarísimo de estas prácticas es lo que ocurrió con las empresas de seguridad que vigilan los edificios públicos. Con la crisis, conseguir mantener los contratos se hizo vital: y para lograr vencer a la competencia, las empresas redujeron los precios de sus ofertas a la administración. Compensaron su beneficio bajando salarios, haciendo trabajar más horas a sus empleados, o reduciendo por la cara servicios contratados. Empobreciéndose como empresas, y convirtiendo a sus trabajadores en más pobres. La administración se ahorró algo de dinero, cargando sobre el bolsillo de los trabajadores de las contratas el coste de ese ahorro. Ahora se quiere modificar la tendencia. Pero aquí, cuando algo se hace mal, no se corrige, sino que se "innova". Lo más razonable sería volver a introducir la baja temeraria en los concursos. Pero por lo que se está optando -en Canarias y en otras regiones- es por aprobar leyes que incorporan cláusulas laborales, sociales o medioambientales en sus licitaciones. Es un camino minado: la intención es buena, y el objetivo justo, pero implica un cierto grado de arbitrariedad interpretativa y de intervencionismo -de "reserva de mercado"- que puede entrar en conflicto con las normativas europeas o con la vigilancia de Hacienda. Y además, que la ley funcione exige cambios que no se van a producir de un día para otro: un cambio de mentalidad de los funcionarios en las mesas de contratación (la apuesta automática por la oferta más baja simplifica la decisión y protege de reclamaciones) y también de cultura empresarial. Y además, va a costarnos más dinero a los ciudadanos. Es lo que hay: a pesar de lo que se crean quienes hacen las leyes, es imposible hacer una tortilla sin antes romper los huevos.