La Ley Especial de Disparidad Curvilínea, propuesta en 1973 por el politólogo John D. May, establece que en las sociedades democráticas, los afiliados de un partido político tienden a definirse como más condicionados por la ideología del partido que las direcciones y los votantes del propio partido. Así, en los partidos de izquierda, los afiliados serían más de izquierdas que las élites y sus votantes, y en los de derechas, votantes y dirigentes más moderados que los afiliados. En Internet se encuentran decenas de artículos que analizan el comportamiento dispar de afiliado, dirigentes y votantes, siendo uno de los casos más estudiados en España el del 27 Congreso del PSOE, en el que los afiliados optaron por mantener la definición marxista del partido, y Felipe González optó por renunciar a la dirección, para la que había sido previamente elegido. Recuperó el control unos meses más tarde y llevó al PSOE a la victoria electoral más contundente de la democracia española tres años después. Lo que hizo González fue imponerse frente a la ley de May, transformó el PSOE y lo convirtió en el partido que gobernó este país durante dieciséis años e introdujo los mayores cambios políticos, económicos y sociales que ha vivido España en democracia: cuando un partido logra ampliar su base social y conectar de forma duradera con sus votantes, se pueden hacer grandes cambios. Y eso es lo que ocurrió durante el mandato de González.

La ley de May clasifica a los miembros de un partido en tres categorías, de acuerdo a su estatus dentro de la organización: la élite, la élite media y la no élite, que en los partidos que se definen de masas, como el PSOE (esa definición, heredada de la socialdemocracia obrera, debería revisarse) son la mayoría. Lo que ha ocurrido con Pedro Sánchez es precisamente lo contrario a la que ocurrió con González: que una alianza de la parte del aparato que resultó derrotada en el último Comité Federal socialista y las no élites, ha logrado ganar y colocar a su candidato. Un dirigente bastante errático (aún le recuerdo bajo aquella gigantesca bandera española), que ha construido ahora un relato de izquierda plurinacional similar al de Podemos. De hecho, Sánchez ha logrado reproducir en el PSOE, entre las bases del PSOE, el discurso antielitista con el que Pablo Iglesias (el nuevo) consiguió dividir a la izquierda española en dos bloques antagónicos. Con ello, logró facilitar la continuidad de un partido -el PP- que estaba condenado a perder hasta que la izquierda se fraccionó irreconciliablemente. Desde la óptica de Iglesias, la suya es una tarea histórica, porque el PSOE representa también el sistema que se quiere destruir. Pero desde la óptica del PSOE, de sus votantes tradicionales y de las clases medias españolas que alentaron y sostuvieron las transformaciones sociales del felipismo, que el socialismo español sea dirigido a partir de ahora por un hombre cuyo discurso se ha radicalizado, imitando cada vez más el asamblearismo antisistema de Iglesias y alejándose del de sus votantes, es algo más que un drama.

Pero eso no quita que Pedro Sánchez ha ganado estas primarias con total legitimidad, y frente a la poderosa maquinaria del aparato del PSOE. Una maquinaria con la que -empero- tendrá que llegar a acuerdos para contar con ejecutiva en el Congreso. Es difícil que ese acuerdo prospere y que el PSOE entre en una etapa de pacificación. Lo más probable es que el PSOE se extinga en los próximos meses y años en un sinsentido de luchas internas y abandono del apoyo social. Lo dicho: esto no es el final de un drama, sino el principio de una tragedia.