Un lector censuraba el otro día mi exceso de atención con la tele y la insistencia en contar las chiripitifláuticas historias para no dormir protagonizadas por Willy García y sus minions, un asunto que el lector consideraba de interés para los periodistas pero no para los ciudadanos. Discrepo de esa forma de ver este asunto: es verdad que los periodistas tenemos cierta tendencia a mirarnos el ombligo, pero lo de la tele es muy grave. Probablemente estemos ante un escándalo mucho más importante que el de Las Teresitas. Al menos se ha manejado muchísimo más dinero.

Durante ocho años, Willy García, sin control ninguno del Parlamento ni del Consejo de Administración de la televisión pública, gestionó como a él le vino en gana casi 300 millones de euros, y eso sin contar los numerosos convenios con departamentos del Gobierno, de los que no hay control ninguno. La mayoría de ellos fueron con la Consejería de Turismo, controlada directamente por Rivero, y con la participación de empresas de fuera de Canarias, desconocidas en el sector. Willy repartió munificentemente a quien a él se le antojaba, y sin dar cuentas. De hecho, no logró que las oficiales se las aprobaran nunca, hasta que el nuevo Consejo recién llegado, con él ya fuera y con un despiste de narices, le aprobó graciosamente las de 2014, con el voto favorable del PSOE, de Coalición y de uno de los miembros del PP. El otro del PP votó en contra y el presidente se abstuvo.

La cantidad de irregularidades -sobre las investigadas existe ya presunción de delito- que protagonizó Willy con unos recursos multimillonarios en tiempos de gran escasez presupuestaria y de grave crisis económica, eran perfectamente conocidas por los responsables políticos y por los medios de comunicación, pero fueron silenciadas por la mayoría de ellos. Coalición solo comenzó a interesarse por el asunto cuando empezó a decaer el paulinato. El PP no hizo nada hasta que dejó de gobernar con Rivero y García protagonizó un brutal ataque en sede parlamentaria contra la diputada Montelongo, a la que amenazó públicamente. Entonces reaccionaron, ya en el año siete. El PSOE, que fue ariete de García durante la primera legislatura paulina, prefirió, ya en el Gobierno, guardar silencio ante los excesos de Willy y montarse una ley para sustituirlo, casi en el último día del paulinato. Nueva Canarias miró siempre para otro lado, dejando solo a su representante en el Consejo, Miguel Guerra, el único que fue capaz de cantarle las cuarenta a Willy durante ocho años, con valentía y decencia pero escaso eco.

García utilizó el dinero público y la fuerza de la televisión para construirse una gigantesca red de protección con la que durante años se sintió inmunizado ante todas las críticas y denuncias. Con el dinero destinado a producción compró el silencio o la docilidad de muchos medios y periodistas, incluso de aquellos que presumen de ser más aguerridos, y -sabiéndose protegido y amparado por el presidente Rivero- ninguneó al Parlamento, a la Audiencia de Cuentas y al Consejo de Administración. Probablemente creyó que él y Rivero seguirían siempre, pero es muy significativo que todo este escándalo, que implica ya a empresas probablemente vinculadas a directivos de la propia tele, haya saltado en las postrimerías del paulinato y no antes.

El miércoles pasado, la Policía Judicial volvió a presentarse en la tele solicitando más información. El martes, la magistrada que lleva el caso había dictado un auto ampliando la imputación a Willy García a los delitos de tráfico de influencias y prevaricación, y ampliando la investigación a las productoras Doble Diez y Siete Mares, uniendo a las pesquisas ya en marcha la denuncia presentada en Fiscalía por la diputada Águeda Montelongo.

Perdida la protección de Rivero, con los medios vinculados a la producción televisiva más pendientes del caminar de la perrita de los nuevos, y con el entramado de relaciones internas entre directivos de la tele y productoras desecho por los nuevos nombramientos en la casa, el futuro de Willy pinta negro. Y probablemente irán detrás de él quienes consintieron dentro y quienes se aprovecharon dentro y fuera. Son nombres también conocidos. Como ocurre siempre en estos casos, alguno acabará por tirar de la manta y contará con pelos y señales lo que de verdad ocurrió en la tele durante esos ocho años de silencio cómplice. Y quién daba las instrucciones. Y a través de quién las daba. Y por qué se daban, y a quiénes se favorecía.

El paulinato pretendió crear un gigantesco entramado de comunicación usando dinero público. Favoreció a empresas, regaló docenas de licencias de radio y televisión a sus amigos, silenció emisoras díscolas, persiguió a periodistas, y a quienes no logró callar o comprar los llevó a los tribunales para lograr taparles la boca. Hasta el último día, usó Rivero el dinero público de la tele para pagar favores o facilitar operaciones mediáticas. La voluntad de Rivero por controlar los medios fue la primera y más grave de sus obsesiones, a la que supeditó muchísimas de sus decisiones de Gobierno.

La Justicia está empezando a desandar un camino de ocho años. La Justicia es garantista, lenta e imperfecta, y carece de los medios que precisa. Probablemente nunca se sabrá todo lo que ocurrió, no se conocerán los estrambóticos convenios de Turismo y la tele, o los ríos de dinero sobrefacturados con algunas empresas, o el dinero público que se gastó para callar a los medios. La tele fue el instrumento de esa repugnante orgía de poder personal mal empleado. Es el mayor escándalo de la Autonomía en Canarias, un escándalo silencioso que se sostuvo durante ocho años, mientras Willy nos adocenaba y entretenía con una programación inculta, zafia y puesta al servicio de Rivero y su mujer.