Don José María Segovia era un científico que dejó su tierra, Tenerife, y más precisamente Santa Cruz de Tenerife, en 1939, estudió en Madrid, fue un importante ingeniero de Minas y un escritor; un día descubrió Internet y de esta nueva magia hizo un instrumento fabuloso para otra de sus pasiones, la correspondencia.

Escribía cientos de mails al día, respondiendo o inquiriendo, comentando o aumentando el saber de otros. Ese instrumento que muchos usaron y usan para los negocios él lo utilizó sin descanso, hasta hace unos días, para decir que estaba vivo y que quería que la vida de los otros fuera, como la suya, plena, creativa y alegre.

Murió ayer, de madrugada, en el hospital San Camilo de Madrid, al lado de su casa de siempre; junto a él estaba su hijo José María, presidente del despacho de abogados de Uría Menéndez y uno de los mayores orgullos que sintió don José María en su vida. El viejo amigo tenía 94 años; recientemente falleció también su esposa. Una de las tristezas que empañó su vida plena fue el fallecimiento de su nuera, Maluza. Creía en ios, profundamente; eso le ayudó a sobrellevar esas pérdidas, y gracias a esa fortaleza de su creencia también superó con temple los últimos dolores de la vida.

Lo conocí hace algunos años, a través de amigos comunes, sobre todo del arquitecto Joaquín Casariego; fue a través de su pasión por el mail. Él era un hombre hecho en el franquismo (y en la ciencia, por cierto: su padre, también José María, fue maestro matemático), de modo que todo lo que alrededor se escapara de los límites de lo que él consideraba patriotismo de su cuño se le antojaba rojo o por lo menos rosado; pero aceptó que yo trabajara en el rojo País, como él llamaba a mi periódico, y sólo discutió realmente de política (o de costumbres) conmigo una sola vez, y la discusión duró lo que el vuelo de una mosca.

Escribió dos libros, alentado por su hermano Rafael, uno de sus numerosos (y muy bien avenidos) hermanos, que actuaba con él también como un hijo, no sólo por la diferencia de edad sino por la deferencia con que mantuvieron el respeto y la alegría fraterna de encontrarse. En esos libros recuperó muchos de los artículos que publicó en EL ÍA, alentado en este menester por el director y editor del periódico, don José Rodríguez Ramírez, con quien siempre mantuvo una cordialísima relación asimismo muy respetuosa.

Los artículos de don José María tenían que ver con un rasgo suyo muy radical: el patriotismo reside en la memoria, y si eres patriota debes recordar tu tierra las veinticuatro horas del día. Recordaba su tierra, de la que estuvo físicamente alejado muchísimos años, y recordaba las personas de su tierra, los lugares, las casas, las calles, hasta los rostros más vagos o lejanos cobraban en él, en la salsa de su memoria, una vida muy peculiar.

Su escritura, al hilo de esa memoria, era eficaz y profunda; no escribía por escribir y, sobre todo, no era cursi, que es un rasgo muy frecuente entre los patriotas excesivos. Él era un patriota isleño, muy patriota, hasta los límites de la pasión, pero no incurría en la babosería ni la permitía a su alrededor.

Ahora don José María preparaba (con su hermano Rafael y con su hijo, al que todos llaman Pepi en la familia) la presentación santacrucera y madrileña del segundo tomo de sus artículos. Aun en el hospital, estos días, planificaba ese encuentro con sus amigos, con la certeza, que él hacía explícita, de que muy probablemente eso no se podría hacer.

Y no se ha podido hacer, con él. Hoy tendrá efecto su incineración; será en el Tanatorio de Tres Cantos, que llaman de La Paz, en Madrid.

Fue un gran hombre; era (decía él) mi antípoda desde el punto de vista de las convicciones sobre las costumbres y la política, y quizá fue eso, nuestra controversia cordial, lo que nos hizo más amigos, lo que me llevó a quererle más y a necesitar como el agua el manantial inagotable (hasta el final) de sus mails.

Un día le dije que Internet se inventó para él. Más bien creo ahora que la amistad se inventó para que la ejercieran personas como él.

Juan Cruz Ruiz