La madrugada del pasado 25 de febrero falleció en su domicilio de la lagunera calle Heraclio Sánchez el biólogo Dr. Eduardo Barquín Díez, profesor de la Universidad de La Laguna (ULL). Jubilado desde hacía unos años, en su última etapa impartió docencia en la Sección de Ingeniería Agraria de la Escuela Politécnica Superior de Ingeniería de la ULL. Para los amigos, falleció el "Maestro", apelativo cariñoso, no exento de admiración, con el que casi siempre nos dirigíamos a él, que lo aceptaba de buen grado, si no estaba de mal humor y te mandaba a tomar fresco por las cumbres de Anaga.

Eduardo, para los que tuvimos la suerte de compartir con él estudios y magisterio, era un compañero y profesor excepcional, capaz de lo mejor y de lo peor. Esta doble condición la ejercitaba siempre sin término medio y la mantuvo durante toda su vida. Él era así y punto. Mientras fue estudiante, o superaba las asignaturas con matrícula de honor o suspendía; no conocía término medio, eso lo consideraba de mediocres y puestos a ser mediocres, decía, lo mejor es suspender. Durante su etapa de doctorado mantuvo y acrecentó su heterodoxia. Con frecuencia reconsideraba el tema de su tesis y consideraba una vulgaridad el esquema clásico con el que unos primero y otros después nos convertíamos en doctor. Eso, a la par que le malhumoraba, lo desconcertaba y lo instrumentalizaba como excusa para nuevos cambios y proyectos.

Peleado con el mundo y la burocracia del "sistema" llegó a abandonar el Departamento de Botánica y se fue a Baeza con su querida Asunción, esposa paciente y equilibrada, que le proporcionaba la paz anímica que tanto necesitaba. De Jaén y de sus contactos con compañeros de la Universidad de Granada, regresó sosegado y decidido a culminar su tesis bajo la sabia dirección del profesor Wildpret que, cual hijo pródigo, lo recibió con generosidad académica y complicidad humana. Concluyó su tesis sobre un ingenioso y magistral estudio fitosociológico y ecológico sobre el intrincado puzle de los matorrales seriales y subclimácicos de la medianía insular de Tenerife. Una tesis diferente, plenamente vigente y a la que con frecuencia volvemos para estudiar y repasar sus valiosas reflexiones e interpretaciones.

Como doctor volvió a la Universidad, afianzado en lo que siempre fue: un enamorado de la naturaleza, que disfrutaba más en el campo que en el laboratorio, más en el invernadero, sembrando y cultivando, que en el aula con la tiza y sus valiosos y didácticos esquemas. Repudiaba las nuevas tecnologías y no soportaba el desinterés en el alumnado. Eso sí, cuando descubría a alguien con cualidades o interés por aprender se volcaba con verdadera pasión. De ello doy fe, no en vano fue el primero que me enseñó a estudiar botánica y zoología, ya fuera con la umbela de la cañaheja en la Mesa Mota o con los huesos de la cabeza de un bocinegro sobre la mesa de su casa familiar. Nunca he olvidado las muchas excursiones que compartimos por todo el archipiélago, algunas de las cuales esconden sabrosas anécdotas memorables, pero no caben aquí.

Tras la jubilación se refugió en la literatura, real o de ficción. Escribía con soltura una prosa correcta y bella. Del teatro pasaba a la novela y de ésta al ensayo. Tengo pulcramente encuadernados prácticamente todos sus manuscritos. Algunos son páginas brillantes sobre la polinización o la díáspora de las plantas; otros, profundas reflexiones sobre el cuerpo o el alma; y otros, nos cuentan las peripecias de Eladio y sus amigos en las imaginarias islas de Lagá y Emedio, que desprenden un inconfundible aroma autobiográfico.

En los últimos tiempos, su salud no era buena. Se sabía débil, pues nunca llegó a superar las secuelas de una grave enfermedad que mermó su magra fortaleza física.Compartía sus mejores ratos con un grupo selecto de amigos que lo comprendían y querían tal como era.

Con cierta frecuencia nos intercambiábamos correos sobre lo divino y lo humano. Me gustaban sus genialidades y dispensaba sus disparates. La pasada navidad quedé para visitarlo una tarde en su casa y hablar sin "estos chismes cibernéticos" de por medio. Los compromisos familiares con una visita prolongada en La Palma nos lo impidieron. Al regreso le recordé que "teníamos una conversación pendiente"? Además de "reprochar" por mi falta de seriedad quedamos para dentro de un par de semanas. Me dijo: "Pedro, estoy débil y temo por mi vida; estoy escapando gracias a los calditos de Asunción, cuando supere este lamentable estado te llamo y nos vemos".

La pasada mañana del 25 de febrero, cuando llegué al Departamento y Katy me comunicó la noticia de su fallecimiento, se pueden imaginar la sensación de tristeza y desconsuelo que me invadió. Qué pena, balbuceé: "teníamos una conversación pendiente". No pudo ser aquí, la reservamos para el "almario", lugar donde él suponía se refugiaban las almas tras la metamorfosis final. Hasta el almario pues, querido amigo.

Todavía impactado por la noticia, dediqué a su memoria está décima espinela, tan arraigada en el alma palmera, que colgué en el tablón de anuncios de nuestro Departamento:

Se nos ha ido el "Maestro"

al que llevo en la memoria

seguro que está en su gloria

lejos del mundo siniestro.

Le rezo este padre nuestro

con toda mi devoción

grande fue su corazón

genial "locura" de cuerdo

nos deja para el recuerdo

su proverbial intuición.

*Catedrático de Botánica

Universidad de La Laguna