Creía yo que, en mi larga carrera periodística, había hecho de todo, informativamente hablando, pues hasta cubrí en cierta ocasión una corrida de toros, precisamente la que tuvo como protagonista involuntario al recordado fotógrafo Rafael Ramos, tan ligado a La Laguna, la tarde en que un astado que acababa de traspasar la puerta del toril del coso santacrucero, imaginándose acaso la que le esperaba, no tuvo otra ocurrencia que, espantado, saltar la barrera, momento en el que el bueno de Rafael, cámara en ristre, sin moverse un centímetro de donde se había apostado, registró tres o cuatro instantáneas de la alocada carrera del cornúpeta, mientras este se le venía encima, hasta que lo embistió de mala manera, lo volteó y menos mal que no lo mató, aunque lo tuvo encamado varios meses y le dejó alguna secuela. En ese variopinto quehacer, de lo único que reconozco que nunca me ocupé es de la gastronomía. Otra cosa es que me atrajeran los escritos de los más conspicuos tratadistas de los fogones, pero por la peculiaridad del lenguaje, ese describir las sutilezas de las sofisticadas creaciones culinarias, los condimentos, los entresijos y secretos del aderezo de viandas, salsas y guarniciones, las renovadas expresiones de una cultura y un arte milenarios como es el relacionado con las ollas, los cacharros, las parrillas y las sartenes.

Reconozco, pues, que soy lego en la materia. Sin embargo, presionado por los amables embates de los organizadores de las laguneras jornadas gastronómicas de vigilia, que no supe esquivar, pensé finalmente que no sería ocioso hilvanar unos cuantos recuerdos que nos acerquen a cómo era la cocina cuaresmal de los años de mi niñez y primera juventud, pues hay hechos que no conviene olvidar para que nadie pueda caer en la tentación de repetirlos?

Yo pertenezco a la generación de los niños de la guerra, la de los que -como he precisado en más de una ocasión- no organizamos ni participamos en la sangrienta zarabanda de 1936 pero la sufrimos en carne viva mientras crecíamos. Nuestra vida comenzó casi al mismo tiempo que el más grave y desastroso episodio de la historia reciente de nuestro país, la guerra fratricida, que tuvo su continuación en la segunda guerra europea. Fue una larga etapa de carencias, desde las de orden físico, como la alimentación, el vestido o los juegos, hasta las de orden moral, empezando por la libertad. Nuestro inolvidable amigo y compañero Alfonso García-Ramos definió nuestra generación, a la que él también pertenecía, como la de los niños "del traje virado". Diré por qué. La mayoría de las criaturas de aquella época de penurias extremas, para vestirnos heredábamos (es un decir) los trajes de nuestros padres o familiares cercanos. Ocurría que, como la calidad de los tintes de las telas era ínfima, el sol de las Islas las desteñía con rapidez, hasta que, por ese motivo o por otros, se veían forzados a adquirir traje nuevo. Sin embargo, el viejo no se tiraba ni se utilizaba para otros menesteres domésticos sino que se adaptaba a los más pequeños de la casa. En esa operación, las costureras eran auténticas maestras. Hacían de la necesidad virtud. Además de adaptar el viejo vestido a la hechura del adolescente, le daban la vuelta para que pareciera nuevo, de manera que el reverso de la tela pasaba a ser el anverso y el lado derecho pasaba a ser el izquierdo; operación que no podía disimular la cicatriz delatora del bolsillo alto de la americana. Para minimizarla, las maestras del hilo y el dedal recurrían a dos estratagemas posibles: zurcían la abertura con puntadas finas o situaban en el lado derecho otro bolsillo, casi siempre sobrepuesto, lo que transformaba la americana juvenil en una especie de guerrera de militar prusiano. El propio García-Ramos, en su novela "Guad" de 1971, una de las obras maestras, por significativa, de la narrativa canaria de nuestro tiempo, vuelve al tema y lo convierte en símbolo de aquel tiempo de tristeza y contradicciones flagrantes: "Estás preso (le espeta uno de los personajes de la narración a otro) en impenetrable maraña, llevas el viejo traje paterno al revés, el traje "virado" -uniforme de tu generación- con el bolsillo al otro lado". ¡Uniforme de toda una generación! Cuando las privaciones acogotaban, la imaginación se ponía a funcionar y siempre hallaba remedio. No hará falta añadir que con las prendas femeninas ocurría igual, con la ventaja, si así se puede calificar, de una mayor facilidad de adaptación y aprovechamiento.

Volviendo a los fogones, con la alimentación ocurría algo parecido a lo que sucedía con el vestuario. Empecemos por aclarar que en el mercado de abastos y en los comercios de ultramarinos, ventas y recovitas era muy poco lo que se podía adquirir. Los productos de primera necesidad -aceite, azúcar, cereales, leche en polvo- estaban sometidos a racionamiento, aparte de que su calidad solía ser la de no tener ninguna; con frecuencia, deleznable. Las cosechas de papas se incautaban. Cada día se formaban largas colas en la plaza del Adelantado, desde antes del amanecer, para, si había suerte, conseguir un par de kilos. Lo habitual era que hacia las ocho o poco más de cada mañana, el policía que guardaba el orden que él establecía dijera de pronto: "Se acabó. Ya no hay más". Entonces, las pobres gentes que llevaban horas aguardando en la larga cola daban media vuelta y sin rechistar volvían a sus casas. Tanto el trigo como el millo para el gofio, e incluso la cebada, había que limpiarlos de piedras, gorgojos, sarantontones, granos picados y otras inmundicias, pasarlos una y otra vez por el cedazo y luego tostarlos para llevarlos al molino. No era raro que lo que suele conocerse como el corazón del millo estuviera roído o comido por ratones o afectado por la humedad. Por el contrario, cuando lo había y era posible adquirirlo, lo que se cosechaba en las Islas sí poseía calidad, porque aún no nos habían invadido los piensos compuestos, los insecticidas agresivos y los fertilizantes químicos, salvo el guano, de forma que las papas, huevos, verduras y carnes eran en realidad productos ecológicos.

De los alimentos, como de los vestidos, nada se desperdiciaba, todo era susceptible de transformación y reutilización hasta su consumo rápido, pues aún no existían neveras ni frigoríficos. A lo dicho se sumaba la norma del plato único, impuesta apenas se inició la contienda, de obligado cumplimiento, primero los días uno y quince de cada mes, y algo más tarde con periodicidad semanal. Se tomaba un solo plato pero se tributaba por dos. En una tercera fase, impusieron también el día sin postre. A su cumplimiento venían obligados desde hoteles y restaurantes hasta las familias. La recaudación se destinaba presuntamente a asilos, orfelinatos y al denominado Auxilio Social.

Para cocinar son imprescindibles fuego y calderos. En los años treinta del siglo pasado, sin butano, sin vitrocerámica, sin inducción, la lumbre se hacía con leña, carbón vegetal o, algo más tarde, con cocinillas de petróleo. En La Laguna había varias carbonerías, una de ellas en la calle de Viana, cerca de Herradores, y otra en la de Candilas. El carbón vegetal se despachaba por sacos medianos o al peso. Cuando escaseaba, lo que ocurría con frecuencia, había que echar mano de un sucedáneo peligroso, unas bolas de serrín, trozos de papel y cisco del carbón, amasado y compactado todo, que, al alcanzar el rojo vivo, solían explotar y quebrarse en pequeños pedazos, disparados como proyectiles. Elementos necesarios para hacer fuego eran el mechero de piedra cuando no había a mano cerillas o estas no prendían; astillas de tea, que se compraban por manojitos en ventas y carbonerías, y el abanador de palma trenzada. Los tocones de leña, preferentemente de brezo, eran recogidos furtivamente en el monte por gente curtida en tal menester. Procuraban no ser localizados por los guardas forestales -subían antes de que amaneciera-, y por lo común vendían luego la carga a "clientes" de confianza, aunque ellos se quedaran sin leña para guisar y calentarse algo; tanta era la miseria. El transporte lo hacían en unos carritos muy rudimentarios: una plataforma de madera para la carga, provista de dos palos transversales en cuyos extremos llevaban embutidos, a manera de ruedas, cuatro rodamientos de bolas de cojinetes de automóviles viejos o camiones inservibles; como frenos, un par de suelas de alpargatas, y para guiar el artilugio, dos trozos de soga. Lo asombroso era que con tan elementales medios de tracción alcanzaran velocidades de vértigo, las más de las veces huyendo de los guardianes del monte o de los guindillas.

Años más tarde se impusieron las cocinillas de petróleo, prenuncio de la llegada del butano, que iba a dar al traste con los viejos procedimientos caseros de cocción. Las había de distintos modelos, pero la más popular era la de tres patas de hierro soldadas al depósito de latón, que se prolongaban hacia arriba y se doblaban de forma que en ellas pudiera encajar el soporte para los recipientes. Eran aparatos inestables, sucios, peligrosos. Se tupían con frecuencia y había que desobstruirlos con una pequeña varilla de hojalata en uno de cuyos extremos llevaba un filamento o calacimbre (vocablo este característico del habla canaria, no recogido en el diccionario de la RAE pero sí en los de canarismos), que sirve para designar la prima de acero de los instrumentos de cuerda y, por sinécdoque, los destupidores. Con el calacimbre se hurgaba en el quemador, para desatascarlo y liberarlo del hollín del petróleo.