ES COMÚN el sentimiento de muchos pensadores respecto al futuro de esta humanidad que nos ha tocado vivir: vamos al garete. Aquí, ahora, solo vale lo material, dejando la espiritualidad no en un segundo plano, sino prescindiendo de ella totalmente. Es tanta la presión que la sociedad ejerce sobre nosotros, en todos los sentidos, que muchos han dado -hemos dado- la batalla por perdida y se limitan a encogerse de hombros ante una situación que consideran irreversible. El hombre vive en la actualidad sometido a unas tremendas presiones mediáticas que casi le impiden tener una personalidad propia. Se le indica lo que tiene que comer, cómo tiene que vestir, cuáles son las reglas que debe seguir en sus relaciones con los demás, etc. Y lo peor no es solo eso, ya que las normas que nos imponen -y todos aceptamos con mansedumbre- varían según las ideas de quienes nos gobiernan, dejando en nuestra mente un aquelarre de conceptos que nos confunden e impiden que seamos lo que en verdad somos.

Por supuesto que soy consciente de que no es un artículo periodístico el vehículo más apropiado para filosofar; ni tampoco estoy yo capacitado para abordar ciertas tareas, entre ellas esta. Sin embargo -ya he dicho en otras ocasiones que también uno tiene su corazoncito-, hay veces que la "irracionalidad" del mundo que vivimos nos subleva, nos impulsa a protestar ante la manipulación que sufrimos -sobre todo en las fiestas navideñas- y que nos "obliga" a hacer lo que en otras circunstancias consideraríamos absurdo. Comprar sin ton ni son; adquirir objetos que a menudo serán abandonados a los pocos días por quienes los reciben; testimoniar mediante unas palabras -huecas ya de sentido por el mal uso que hacemos de ellas- nuestros deseos de parabienes; intentar aglutinar los criterios de quienes piensan de distinta manera, casi siempre sin éxito... Esos y muchos otros son los objetivos que persiguen quienes detentan el poder. Como siempre ha sido y siempre será.

Es lógico que haya líderes en la humanidad. Todos sabemos que nacemos con diferente capacidad intelectual, por lo que es preciso que haya dirigentes capaces de conducir nuestros pasos hacia las sendas que más nos convengan. El problema para los líderes se presenta cuando algunas de las "ovejas" muestran su disconformidad. No desean -y luchan para lograrlo- ser "conducidas" ni que se las manipule. Es entonces cuando el líder olvida en parte sus principios, permite y autoriza la utilización de medios que al final obnubilan la mente de su vasallo, dando pie con ello a que permanezca entretenido en cosas intrascendentes y que no generan conflictos. Al final, todos nos dejamos llevar, incluso complacidos, pues comprendemos que de otra manera los resultados serían peores.

Pero la mansedumbre no implica servidumbre. Se nos exige un comportamiento que no deteriore nuestras relaciones con los demás, que no genere conflictos innecesarios, que confiemos en la sabiduría de quienes nos gobiernan, y eso es lo que hacemos. No obstante, tenemos el derecho de liberarnos de esta opresión que mediatiza nuestra vida, y para ejercerla -es mi opinión- nada mejor que la lectura. Con un buen libro en la mano -aunque sea una de esas novelas tan en boga en las que la mentira se codea con la ficción- nos trasladamos a otro mundo, nos introducimos en un universo -el del autor- que podrá decepcionarnos o deleitarnos, pero nunca nos dejará indiferentes. Es lo que a mí me ha ocurrido al encontrar en un artículo periodístico la palabra "teodicea", cuyo significado desconocía.

La palabra "teodicea", sinónimo de Teología natural -bendita red-, fue acuñada por Leibniz en 1710, al publicar una obra que tituló "Ensayos de teodicea sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal", y en ella pretende demostrar la existencia de Dios de manera racional. En uno de sus capítulos -el que a mí más me ha llamado la atención- establece que el mal en el mundo no está en contradicción con la bondad de Dios. Su lectura resulta apasionante, si bien los argumentos que emplea a muchos no convenzan. ¿Cómo vamos a entender la conveniencia de las catástrofes que aniquilan cientos de vidas? ¿Por qué, si todos somos iguales, existen no solo las desigualdades, sino las diferencias abismales entre los estratos sociales? ¿Cómo permite Dios que el mal prevalezca a menudo sobre el bien? Son preguntas que desde que el mundo es mundo -mejor dicho, desde Platón, pues es a partir de él que existen documentos escritos que lo avalan- han turbado la mente de los más importantes filósofos y teólogos que la humanidad ha producido, y continuará siendo igual por los siglos de los siglos. Y esto por una simple razón: nuestra inteligencia, la que Él nos dio, no puede abarcar el misterio de la vida. Como leí en una ocasión, es como si el perro de Isaac Newton pretendiera entender las teorías de su dueño.

Los cristianos, sin embargo, lo tenemos claro: para eso está la fe.