Sudáfrica celebró esta semana el vigésimo aniversario de su victoria en la final del mundial de rugby, que fue también, gracias a Nelson Mandela, el primer momento de alegría nacional de la historia de un país dividido por el racismo.

"La culminación orgiástica del ejercicio de seducción política más improbable jamás llevado a cabo", escribió sobre la Copa del Mundo y el partido -que ganó Sudáfrica frente a Nueva Zelanda por 15 a 12- John Carlin, autor del libro "El Factor Humano".

En él, Carlin reconstruye cómo Mandela convirtió una gesta deportiva de un símbolo del dominio blanco en un motivo de orgullo de la mayoría negra y una oportunidad política para consolidar su objetivo de establecer una democracia no racial en Sudáfrica.

Reunidos esta semana en el estadio Ellis Park de Johannesburgo que albergó la final, los integrantes de aquella generación de "springboks" recordaron la tarde de un 24 de junio que trascendió en mucho lo deportivo.

"Durante el camino al estadio nos dimos cuenta de la magnitud de lo que estaba pasando", explica Joel Stransky, que anotó todos los puntos contra la todopoderosa Nueva Zelanda.

Stransky rememora el trayecto desde el hotel, durante el que gente negra -tradicionalmente ajena, cuando no hostil, al rugby- les vitoreaba y hasta los minibuses llevaban en las ventanas banderas de los "springboks".

"Era algo increíble, completamente nuevo", añade Stransky, que recuerda al recién elegido presidente Nelson Mandela como el artífice de que toda la nación se uniera en torno a aquél grupo formado abrumadoramente por jugadores blancos.

El audaz trabajo de Mandela comenzó antes de la final y de la Copa del Mundo, con iniciativas como la que relata otro miembro de aquella selección, Balie Swart.

Swart no olvida la visita del equipo a la prisión de Robben Island, frente a las costas de Ciudad del Cabo, donde Mandela pasó detenido 18 años. "Los presos que aún estaban detenidos allí nos cantaron y nos dieron ánimos", recuerda.

Sudáfrica estaba volcada con el equipo, que tras superar a Samoa Occidental y Francia se plantó en la final de Johannesburgo. Pero, como reconocen los jugadores, nada hubiera tenido el mismo efecto sin derrotar también a Nueva Zelanda en el último partido.

"Recuerdo como (Mandela) vino a los vestuarios antes del partido con una bolsa de plástico en las manos a pedir permiso a François (Pienaar) para llevar la camiseta con su número seis", dice Swart sobre los prolegómenos.

"Ver a un presidente bajar a los vestuarios y pedirnos permiso fue muy, muy especial", explica con reverencia el "springbok", un recio afrikáner que no esconde su impresión ante la figura a un tiempo humilde y majestuosa de Mandela.

En los vestuarios, Mandela estrechó la mano de todos los jugadores y habló con ellos uno por uno, motivándoles con un pequeño discurso sobre sus responsabilidades y su posición en el campo.

"En mi caso habló de liderazgo y de toma de decisiones", dice Stransky. "No se necesita motivación antes de una final de un mundial, pero esto fue aún más inspirador", añade.

Gary Gailey, uno de los más de 60.000 espectadores que llenaron aquel día el Ellis Park, recuerda la salida al campo de Mandela antes de la final, vestido con la camiseta verde y oro de los "springboks", como uno de los más emocionantes de su vida.

Tras el partido, la entrega del trofeo por parte del presidente a Pienaar llevó el delirio al estadio, un mar de banderas de la nueva Sudáfrica, y a toda la nación, que tras siglos de odio y segregación racial se unía en el júbilo como un solo país.

"Blancos, negros, ''coloureds'', indios. Miles de personas bailaban en las calles", rememora Gailey. El triunfo suponía, para los aficionados al rugby como él, una reparación tras los años de sanciones -por cosas como el cautiverio de Mandela- que habían mantenido a los "springboks" fuera de las citas internacionales.

"No sé exactamente qué supuso en aquel momento para la transformación, pero es un hecho que ese día el país entero estaba unido, y ese siempre será mi orgullo", afirma otro de los jugadores, Robbie Brink.