Esta semana vamos a marcarnos una responsabilidad: abrir una botella de vino de Canarias, un blanco o espumoso, rosado o tinto de maceración carbónica, o tinto, dulce. El que más nos apetezca.

Una botella de vino para el momento que sea, para compartir unos camarones, lapas, chipirones, pulpo guisado; para animar al rico gofio escaldado, para seducir con quesito a la plancha. Para conmover unas garbanzas, papas arrugadas o conquistar a alguien con un puchero; enternecer al cochino negro, jugar con pellitas de gofio o chocolate.

Una botella para verse, para reunirse, para perdonar, para hablar o ponerse al día; para encantar y disfrutar del placer de la mesa. Sobre todo, para y por el paisaje verde, ese paisaje sobrecogedor que nos roba los pensamientos, de laderas y valles cubiertos de trenzas y filas verdes, de buenas raíces, de mares de nubes y de sol radiante. De los largos y luminosos atardeceres. Esa vista con viñas plantadas directamente a la tierra fértil volcánica.

Por esos encuadres vitícolas, pido abrir una botella, la que más nos guste, para brindar en silencio por la gente que los mantiene, que trabajan la tierra; por sus manos curtidas y tanto sudor, por su maravillosa terquedad. Para que nunca se cansen ni abandonen.