La vida cultural de Lisboa da para mucho más que para una escapada. Te das cuenta cuando paseas por la ciudad y te fijas en la cantidad de teatros, salas de exposiciones, casas de fado o locales con música en vivo que hay. Pero también si buceas algo en internet para confirmar si estás en lo cierto. Leo que Lisboa, con apenas algo más de 500.000 habitantes, cuenta con más de 50 museos, mientras que Madrid sextuplica en población a la capital lusa y tiene alrededor de 90. En un ambiente así, los días se hacen cortos, y es difícil, sobre todo para quienes nos reconocemos más como turistas urbanitas y presumimos de vivir en uno de los puntos con más biodiversidad del planeta, quitarle horas al reloj para descubrir los paisajes que salpican los alrededores de Lisboa.

Pienso en eso el día que hemos reservado para conocer Sintra. Esta sierra está situada a tan solo 30 kilómetros de la capital, que se recorren en una hora escasa. Las carreteras que hay en la actualidad permiten hacer este viaje tan rápido, pero hubo un tiempo, cuando de Sintra se enamoró la realeza lusa, que esos 30 kilómetros se hacían más largos. Todavía hoy está salpicada de los palacios que construyeron estos monarcas, encantados de huir del calor de la capital y pasar los veranos en esta ladera boscosa y fresca.

Miles de turistas la visitan cada año, pero también ha cautivado a artistas locales y foráneos. Madonna o John Malkovich se han comprado una segunda -o tercera- residencia aquí.

A medida que avanza el día, y que conozco la historia de Fernando de Sajonia, el monarca consorte -se casó con María II- que en 1838 recuperó el Palacio da Pena, patrimonio de la Humanidad por la Unesco desde 1995, me doy cada vez más cuenta de que en Lisboa no hay frontera entre la cultura y la naturaleza.

Lo mismo me ocurre cuando llego al Cabo da Roca. A 18 kilómetros de Sintra, es el punto más occidental de Europa continental. Sus acantilados escarpados fueron considerados el final del mundo hasta finales del siglo XIV. Hay una placa, al borde del mar, que lo recuerda, y que incluye una cita del famoso poeta portugués Luis Camoes (1524-1580): "El lugar en el que acaba la tierra y empieza el mar". Toda la historia de los descubrimientos, que tanto impactó en la cultura de Portugal (estilo Manuelino, por ejemplo), tiene que ver con la geografía y la intelectualidad, con las ansias de ir más allá y con la visión política de la época. Con lo que somos los seres humanos, en definitiva. En ese momento suprimo, hoy y siempre, en Lisboa y en cualquier lugar del mundo, la frontera que mi subconsciente había trazado entre la cultura y la naturaleza.

Pero hay algo que este viaje no ha cambiado. Lo pensaba antes y sigo haciéndolo. Seas el tipo de turista que seas, no es posible ir a Lisboa y no pasar una noche escuchando fado. Una de las casas de fado más de moda hoy es la Casa de Linhares, no muy lejos de la Plaza del Comercio, en pleno centro. En este local -en la entrada te avisan de que está construido con una piedra tan maciza que deja sin cobertura los móviles- puedes cenar un buen bacalao mientras escuchas algunas de las mejores voces portuguesas. Entre plato y plato, en silencio y en una oscuridad solo rota por algunas velas, siento una vez más la capacidad que tiene la música de transportarnos a otras épocas o de acompañarnos en nuestras luchas diarias. Aunque apenas entienda algunos de los lamentos que cantan, me siento capaz de sentir el desgarro de sus penas, menos tristes y más universales cuando las convierten en canción. Y pienso que quizás eso es la saudade.