Por si acaso yo no vuelvo, me despido a la llanera. Venezuela, Venezuela, despedirme no quisiera porque no encuentro manera..."

Es el estribillo sentido de Adiós a la llanera, una mezcla en cocktelera de nostalgia, ausencia y pérdida. Personalmente prefiero tomarme un Vesper junto a James Bond. Agitado y no revuelto, por supuesto. Ya saben vodka, ginebra lillet blanc y con decorado con una cáscara de limón. Algunos me dirán: ¡Mat, no tienes remedio! ¿Qué vamos a hacer contigo, Venezuela? Ante las imágenes y noticias que llegan desde allí, no hago más que pensar que el nuevo Estatuto de Autonomía de Canarias debió haber ido directamente a lo esencial, si no quería romper parte de la identidad del archipiélago con golpes de efecto políticos como la consideración de octava isla de La Graciosa. Quizá deberían haberse informado, si no lo sabían ya, que esa octava isla ya estaba inserta en el imaginario popular canario y era Venezuela.

Escucho al unísono un eco reiterado que desecho por ser una inútil cortina de humo ante la situación: ¡Que viene la Billos Caracas Boys! ¡Que viene la Billos Caracas Boys! Y la isla de Tenerife se conmociona en un sismo de diez grados de magnitud épica en la escala Richter. Su magnitud e intensidad contagian el entorno, liberando la energía en una amplitud de ondas sísmicas. Hasta el Papá Teide comienza a oscilar de derecha a izquierda al compás del latido de la tierra. Así que no me sorprende que la orquesta venezolana regrese. El presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, Juan Guaidó, fue proclamado este miércoles presidente del país y reconocido de inmediato por Estados Unidos. Su presidente, por accidente, el pato Donald Trump es la iconografía del sentido de la oportunidad: entra en los países que debe salir y sale de los países en los que debe entrar. Y escucho a Chávez opinar de Trump: "El diablo está en casa. Ayer el diablo vino aquí. En este lugar huele a azufre". Y a continuación aparece un Miguel Bosé adolescente: "Don Diablo se ha escapado, tú no sabes la que ha armado, ten cuidado yo lo digo por si...".

Y en Caracas aguanta Nicolás Maduro, al más puro estilo agente Smith, convertido en un virus intentando controlar Venezuela, con pajaritos posándose en sus hombros igual que emisarios de ultratumba de su mentor Hugo Chávez. Maduro, al tiempo que se reblandece, inició hace unos días un segundo mandato virtual, contrario a la legalidad para la mayor parte de la comunidad internacional, y arropado en un sistema judicial y un ejército férreamente controlado por la farsa bolivariano. Los fieles se atrincheran, y estas primeras horas amanecen trágicas en las calles, con decenas de muertos y cientos de detenidos tras multitudinarias manifestaciones por la democracia. En estas situaciones, los Maduros y Chávez del mundo lo resuelven todo con el sigan bailando y que suenen los pitos de la Billos.

Inserto en esta realidad, regreso desde el norte a Santa Cruz, después de una noche de frío. El itinerario deja pocas opciones. La única vía posible, la trampa de la TF-5. Paso la Isla Baja que me invita a trasladarme mentalmente a tierras escocesas con las zonas de acantilados y los batientes del océano contra las paredes rocosas. Después entro en la zona de Guamasa-Aeropuerto, como si navegara por el Támesis ante la avalancha de lluvia por metro cuadrado, nubes bajas y niebla londinense. La Laguna congela el coche, mis manos, mis pies y... hasta ahí puedo leer que diría Mayra Gómez Kemp. Santa Cruz siempre se me muestra igual que una una promesa eterna de eterna primavera a 14 grados este invierno. Dejo coches atrás en el carril derecho, su velocidad hace que dediquen su atención a los móviles. Leí un artículo acerca de Sherry Turkle, profesora de Psicología en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, cuya conclusión era inapelable: "Apaguen los móviles y empiecen a vivir". Sin embargo, entre la desesperación y la poca paciencia, la realidad es que, con la práctica, si no dejan los dispositivos aprenderán a morir. De hecho en mi trayecto, ralentiza la marcha tres accidentes y el dispositivo habitual en estos casos de guardia civil y ambulancias. En Icod, de donde vengo, los casos que acepto se producen en un ambiente de quietud y tranquilidad, como el goteo de las gotas de agua en los versos de Machado. Esa lentitud favorece una rápida resolución de los asuntos al poder tener más fiabilidad. En mi ciudad, sin embargo, se genera el colapso. En más ocasiones de las recomendadas, me cuestiono si resuelvo casos. La respuesta es que cada asunto que acepto origina una ingente cantidad de muertos, algunos antes de hacerme cargo, otros, los más, después.

Mi primer estornudo me devuelve a la realidad. Debería abrigarme mejor. Tengo más amigos en cama que andando por las calles. Entre gripes, extraños estreptococos (palabra a medio camino entre villano de la Marvel y personaje de una serie infantil), bajas médicas, que ya no descuentan en nómina, alergias y demás síndromes, el Gobierno de Canarias asegura que la saturación de urgencias se repite en más Comunidades Autónomas y que no es un problema endémico canario. ¡Mira tú qué bien!, el portavoz ha logrado tranquilizarme. ¿Y cómo se recuperan? Imagino que des... pa... ci...to... ¿A qué ritmo? Ya que viene la Billos, a pasito tum tum. ¡Qué bueno es ser canario! En el HUC se tarda seis horas en atender un paciente. Quizá los denominan pacientes porque hay que mimetizarse en el santo Job para aguantar esas seis horas. ¿Paciencia? ¿Y mientras? Que sigan bailando y que suenen los pitos. Los datos reflejan que 24.629 pacientes esperan a 31 de diciembre de 2018 por una operación quirúgica en alguno de los hospitales del archipiélago. Imagino que la solución gubernamental para reducir la lista de espera es que se vayan muriendo ra... pi...di...to. Ese tiempo de espera se cifra estadísticamente en 139 días, lo cual me hace buscar confeti para celebrarlo...

A la vista de esta situación leo un caso curioso en el que han concedido una cita urgente a una paciente pero sin fecha... ¡Vamos para bingo! Cualquier noticia nefasta es susceptible de ser edulcorada: durante el año 2018 se ha evolucionado brillantemente y los canarios esperan un mes menos a ser operados que en 2017. La letra pequeña refleja que el plazo debe ser que esos canarios que llevan esperando años y años (bisiestos incluidos) acortarán la espera en un mes. ¡Bravo! Me dan ganas de disfrazarme de Batman y salir ya al Carnaval para celebrarlo. Eso o irme a Venezuela. Estoy bromeando, claro.

Venezuela trae personajillos a mi mente. El primero, Carlos Andrés Pérez, el llamado caminante, que vivió su primera etapa presidencial con el flujo de los petrodólares que ingresaron por la exportación del petróleo venezolano. Entonces el país fue considerado la Venezuela Saudita. Después, en su segundo mandato, llegaron las privatizaciones de empresas públicas y los escándalos de corrupción. Luego, Hugo Chávez y Nicolás Maduro. Y entre dos aguas, el empresario gomero Antonio Plasencia.

Tengo una amiga venezolana que lleva una década en la isla que una vez me dijo que irse de Venezuela fue muy duro, que se rompió todo lo que un humano puede romperse en el cuerpo, si exceptuamos a los arrollados por un tren. Recuerdo que comparti algunos momentos con su grupo de venezolanos exiliado que se dedicaban a ir a conciertos, hacer surf, jugar a voley playa y sacar alguna carrera provechosa en la Universidad de La Laguna.

Tiempos en que ignorábamos las ventajas de matricularse en la Universidad rey Juan Carlos. Tiempos en que el Rey emérito paró al sátrapa bolivariano aquella frase inolvidable:

-¿Por qué no te callas?