Estoy por fuera del Hospital Universitario Nuestra Señora de Candelaria. Hace más de una década que no piso aquel edificio. El recuerdo que retiene mi mente aún causa demasiado dolor:

A grandes zancadas atravesé el amplio pasillo siguiendo la senda de las tiras rojas adheridas al suelo. A mi paso las iba leyendo, dejándome llevar como en los corredores mecánicos de los aeropuertos. "Red transfusional canaria"... Imaginé que sería una de las muchas redes que tenía el gusto de conocer. "Siga la línea de la vida". Aquella advertencia no dejaba de ser una ironía cuando marcaba los pasos que me conducían a encontrarme con la muerte. "La sangre que nos une". Este eslogan para captar donantes era la definición más precisa de una vida en la que cada pisada deja una estela sangrienta. Pensé tanto en lo que me disponía a hacer, que la siguiente tira roja dejó de enviarme mensajes subliminales para acabar en una pequeña amalgama de pegatinas de colores formando las (entonces) siete islas del archipiélago. Ante mí, la zona de ascensores. Grises, asépticos e impersonales. Sentía aversión a los hospitales. Una fobia ante los millones de gérmenes que portaba el aire. Pulsé el botón de llamada y tras una breve espera, un ding sonoro, y con eco, precedió a la apertura de las puertas de un vacío recinto metálico. Entré. Marqué la tercera planta. El ascensor era exterior. En la noche, a medida que ascendía veía el escaso tráfico de la autopista. A lo lejos, el cementerio de la ciudad. Una más de las docenas de imágenes recurrentes que dejaba a mi paso. Otro ding me trajo de vuelta a su cita con la muerte. Las puertas se volvieron a abrir. Dudé al salir, y se volvieron a cerrar. Cerré los ojos y respiré profundamente. Después pulsé el bloqueo de las puertas para volverlas a abrir.

Esta noche no es tan triste para mí. Aunque la desgracia ha rozado la tragedia. Estoy al amparo del calor del estío, las sirenas y los focos que alumbran la oscuridad. Al menos, hoy no me han extorsionado los gorrillas con el pago de un euro por no destrozarme el coche. Un euro que ya les sabe a poco. Mientras mi bosillo agradece no pagar el tributo, William Faulkner recita los versos de Macbeth en mis oídos. Las palabras definen el panorama sin sentido que tengo delante de mis ojos: "Mañana, mañana y mañana. Se desliza este mezquino paso de los días a la última sílaba del tiempo. Y nuestros ayeres han testimoniado a los tontos. El camino a la muerte polvorienta. ¡Muere, muere, vela fugaz! La vida no es más que una sombra andante, que apuntala su hora en el escenario Y después, no se escuchará nada. Es un cuento relatado por un idiota, lleno de ruido y furia". Shakespeare, siempre Shakespeare.

Hasta el hospital se habían desplazado los efectivos disponibles del Parque de Bomberos de Santa Cruz para tratar de sofocar el incendio y evitar que acabara extendiéndose hacia otras zonas del edificio. También la Policía Nacional y otras Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Los políticos llegarían pronto para sacarse la foto, ellos interpretan demasiado bien el Hamlet de Shakespeare: Cuando arde la sangre (en este caso el hospital) el alma se prodiga en juramentos. Se ha filtrado el dato de que esta noche solo cuatro agentes de la policía local cubren las incidencias de la estatutariamente considerada la capital de Canarias. Es decir, solo dos patrullas disponibles (cuyos vehículos deseamos que hayan pasado la ITV).

Observo el caos y la salida de los profesionales que evacúan urgencias y varias plantas del Hospital. Una auxiliar de enfermería llora sin detener su paso. La escucho alarmada balbucear: "lo más triste es que llevo diecisiete años trabajando aquí y nunca hemos hecho un simulacro en caso de incendio". La tensión se palpa durante el desalojo de pacientes y familiares. Las buenas noticias son que no hay heridos de gravedad. Corre el rumor que el fuego fue provocado por una mujer. La acaban de detener. Unos dicen que se encontraba en urgencias, otros que en pediatría, lo cierto es que, al no ser atendida como ella quería, cogió un mechero y prendió fuego a una zona cercana a una bombona de oxígeno. Estaba "harta de esperar". Y podría seguir recitando a Shakespeare en el acto segundo de Hamlet: La locura acierta a veces cuando el juicio y la cordura no dan fruto. Ante las primeras declaraciones a los medios, me pregunto. ¿Era un problema de seguridad? Tengo clara mi respuesta, que no dejan de ser preguntas retóricas encadenadas: ¿Fue la Oferta Pública de Empleo de Enfermería la oportuna? ¿Cuántas plazas salieron a concurso? ¿Cuántos trabajadores, aún aprobando con notas meritorias las pruebas, se quedaron sin plaza? ¿Por qué no cubrir todas las vacantes?¿Con más profesionales, enfermeros, auxiliares de enfermería, administrativos, esta noche las cosas hubieran sucedido igual?

¿Harta de esperar? Cuando todo parece oler mal (y no solo al sur de Dinamarca), Shakespeare sentencia y radiografía a la señora "harta": Sabemos lo que somos, pero no lo que podemos ser. Los enfermos se reproducen como Gremlins en la noche. Realojan a los pacientes en la calle en sus camillas, como si fuera un mercado de los domingos, esperando que quizá alguien se los quiera llevar. El espectáculo es deprimente. La mujer está arrestada y custodiada en el exterior del complejo sanitario. Me han llegado los primeros memes a mi smartphone, uno en concreto advierte que la detenida mañana quemará la comisaría si no le traen rápido el desayuno. La policía pregunta, ella se extraña por el revuelo sin ser consciente del daño que podría haber provocado su acción, y se explica de la mejor manera que es capaz: Ski-bi dibby dib yo da dub dub. Yo da dub dub Ski-bi dibby dib yo da dub dub...".

¿Causa justa? Los fotogramas del film John Q se suceden en mi recuerdo. John, protagonizado por Denzel Washington, trasladaba a su hijo de nueve años, al hospital. Allí lo atendieron. John tuvo que completar un formulario donde le requerían que describiera qué cobertura médica tenía. El chaval, con una insuficiencia cardíaca, necesitaba un trasplante de corazón. Una operación que costaría 250.000 $ y que, solo para poner al niño en lista de espera de donantes de órganos, necesitarían 75.000 $. En ese momento, Denzel Washington no pudo acudir al consejero de Sanidad, don José Manuel Baltar, para que ingresaran y operaran a su hijo en el Hospital San Roque. John consultó a su seguro para que aprobaran los gastos, pero su empresa había modificado el contrato de trabajo de tiempo completo a media jornada y con él la cobertura del seguro. Desesperado, John secuestró a varias personas en el hospital, con el fin de que atendieran a su hijo. ¿No lo hubieras hecho tú? La señora "harta" hizo un nefasto remake, que confirmó que la vida es una historia contada por un idiota, una historia llena de estruendo y furia, que nada significa.

¿Tenía esta mujer "harta" las mismas razones? Sus excusas se reproducen, letra a letra, como la canción de Scatman: "Ba-da-ba-da-ba-be bop bop bodda bope Bop ba bodda bope Be bop ba bodda bope Bop ba bodda". ¿Quién puede entender lo ocurrido? ¿Puede ella explicarlo? De nuevo en mi mente Scatman John. Aquel cantante fusionó el scat y la música dance y desplazaba los actos de la tragedia de Shakespeare. Scatman John nunca se "hartó" de la espera, como le gustaba decir, su carrera hacia el éxito fue un proceso de convertir su mayor problema en su mayor cualidad: era tartamudo. Los niños que estaban esta noche en la planta de pediatría del hospital escuchan ahora su canto: "Ski-bi dibby dib yo da dub dub Yo da dub dub Ski-bi dibby dib yo da dub dub Yo da dub dub Ba-da-ba-da-ba-be bop bop bodda bope... I''m the Scatman".

Yo retengo dos frases que le leí en una entrevista. Dos frases elevadas como una petición: "Espero que los niños, mientras cantan o bailan mis canciones, sientan que la vida no es tan mala como parece. Al menos, por tan solo un minuto".