Miré en el mapa que me proporcionaba la aplicación del teléfono y encontré rápidamente la ciudad: Kolobrzeg. Esa zeta después de la erre me provocaba un poco de duda a la hora de pronunciarla, pero ahora tenía claro dónde se situaba: en Polonia, en la costa del mar Báltico, al sur de Suecia y cerca de la frontera con Alemania.

En esa ciudad se celebraba el Festival Europeo de Películas de Suspense y allí acudía yo con mi película "Hawaii". Todo esto había empezado unos meses antes en unos sofás comodísimos en el aeropuerto de Viena. Venía de Los Angeles y la escala de cinco horas invitaba a echarse una siesta, cuando encontré esos sofás; estaba ya en el quinto sueño cuando sonó el teléfono y un amable señor me contó que les encantaría tener "Hawaii" en su festival. Me sorprendió cuando oí la palabra "suspense". En las entrevistas siempre te preguntan por el género de tu película y "Hawaii" toca muchos géneros; es un drama pero con toques de humor; tiene una potente historia de amor aunque no es el motor principal de la película; también hay algo de acción, de cine político y de película de escapada; todo ello mezclado con una pizca de realismo mágico; y ahora me llamaban para invitarme a un festival de cine de suspense. Resultaba que había hecho un thriller y no me había dado cuenta. Acepté.

Kolobrzeg me recibió con sol y buen tiempo. Confiado con el sol me fui a la playa y allí, en cuanto toqué el agua, volví a la realidad; el mar que tenía enfrente de mí era el mar Báltico. La playa tenía, cada cien metros, una hilera de troncos de madera clavados con el objetivo de defender esa arena de los embates del mar. También me di cuenta de que la gente no traía sombrillas; aquí el sol era bienvenido, la gente traía unos palos con tela alrededor para montar parapetos que los protegieran del viento que batía con animosidad y que no iba a dejar de hacerlo durante los días que estuve en Kolobrzeg. Era verano, hacía sol, pero estaba en el mar Báltico y mi baño quedó reducido a mojarme los pies.

"Hawaii" se proyectaba a las siete y media de la tarde y media hora antes llegué al cine. Era una sala moderna, cómoda, con capacidad para unas doscientas personas y, para mi inquietud, estaba vacía. Aún quedaba media hora, pero me puse nervioso. Siempre el mismo miedo: "¿Y si no viene nadie?" Salí a la calle y allí seguía el continuo pasear de gente, los puestos de helados, de gofres, de tatuajes de henna y de todo lo que uno se pueda imaginar; era verano, estábamos en un sitio de playa y la gente ejercía de turista. Miré al cielo y el sol brillaba con toda intensidad. Eran las siete y cuarto y la sala seguía vacía; pensé que nadie en su sano juicio iba a desaprovechar una tarde de sol como aquella yendo al cine. Tenía claro que en el norte de Polonia el sol era un bien escaso y esa tarde iba a ser, probablemente, de las más cálidas del año. Y yo pretendía, iluso de mí, que la gente viniese al cine.

La organización del festival me contó que después de la proyección iba a haber un coloquio y me presentaron a la periodista que lo iba a moderar. Yo miraba de reojo la entrada al cine y pensaba que el coloquio con uno mismo se llama soliloquio y que eso era lo que, probablemente, iba a ocurrir. La puerta se abrió y una pareja despistada entró buscando la taquilla; luego tres señoras y otra pareja. Eran las siete y veinticinco y la gente, como siguiendo una llamada de corneta, empezó a entrar en el cine; diez minutos más tarde, y mientras la periodista presentaba en polaco la película, la sala, como dirían los taurinos, presentaba tres cuartos de entrada. Yo respiré más tranquilo, sonreí, me acomodé, se apagaron las luces y en la pantalla apareció el invierno de Bucarest.

Cada público, cada cine, cada ciudad es diferente, por lo que, al acabar la película, subí al escenario con curiosidad por saber qué pensaba el público sobre la película. Polonia también había vivido bajo el yugo comunista, así que mi historia les podía resultar familiar. Una señora me contó cómo ellos habían escapado en el año 1981 de Polonia hacia Alemania; una chica joven preguntó por los actores; otra solo quería decir que la película le había encantado; un señor tenía curiosidad por la elección de los colores de la película: la ropa, los muebles. La periodista que moderaba el coloquio traducía del inglés al polaco, o viceversa, las preguntas y las respuestas y, mientras eso ocurría, yo pensaba en lo iguales que somos, da igual que seamos de Polonia, de Rumanía, de España o del Congo Belga (que ya no existe); al final, cuando vamos al cine, queremos que nos sorprendan, que nos emocionen y nos hagan reír y llorar, y si es posible todo a la vez mejor. Supongo que hace quinientos años, cuando un grupo de personas se reunía alrededor de un fuego y un juglar contaba historias, los espectadores buscaban lo mismo: entretenerse, emocionarse. El juglar seguro que jugaba con el ritmo, con el tono, buscaba la sorpresa y el suspense, exactamente lo mismo que en ese cine de Kolobrzeg había hecho yo con mi película y seguro que lo mismo que los otros directores con las otras películas del festival. Al final la evolución solo está en el formato pero seguimos siendo contadores de historias y los espectadores quieren emocionarse y disfrutar de una buena historia, alrededor de un fuego con un juglar o en una sala de cine en cualquier lugar del mundo. Pensé que "Hawaii" estaba en el Báltico pero podía viajar a cualquier mar del mundo; en todos los puertos encontraríamos espectadores.