El sonido de los intrumentos representa un regalo, un diálogo sin palabras que nos procura la posibilidad de festejar nuestra verdadera condición como especie: la de seres humanos. Y así debió sentirse el público que acudió anoche al Auditorio de Tenerife con ocasión del segundo concierto programado en la 34ª edición del Festival Internacional Internacional de Música de Canarias (FIMC).

Guillermo García Calvo, ese talento "vienés" miembro de una fantástica hornada de jóvenes directores españoles, representó el rol de auténtico canalizador de emociones, estableciendo un evidente idilio artístico con la Orquesta Sinfónica de Tenerife (OST). Acaso esos elogios previos que dedicó públicamente a la formación los supieron transpotar los músicos con una complicidad latente, compases de autoestima que reivindican la enorme calidad de esta orquesta, en ocasiones erróneamente orillada.

Un comienzo rápido, al ritmo de la "Obertura de Ruslán y Liudmila" (Mikhail Glinka), alternó con tiempos más pausados y, precisamente, esa agitación inicial pareció generar el ambiente de expectación ideal para la entrada de Alexei Volodin. Entre sus manos y su corazón, el piano se convirtió desde entonces en solista dominador y delicado compañero, a los sones del "Concierto nº 2 para piano y orquesta" de Sergei Rachmaninov.

Languidez y belleza, rica y cálida orquestación, arpegios y declicada digitación, maderas y metales en clímax, hasta con golpes de tos incluidos que habrían enervado al mismísimo Daniel Barenboim. En definitiva, el virtuosimo y la calidad conquistaron a un público que ovacionó largamente al pianista, que brindó un preludio de Bernstein

A manera de contraste, la segunda parte del programa se abrió con "Fanfarria para un hombre común", de Aaron Copland, una pieza popular y muy agradecida, donde cuatro trompas, tres trompetas, tres trombones y una tuba, además de un timbal, un bombo y un gong despertaron las fibras sensibles. ¿Acaso no sonaba eso a música de banda?

El cierre tuvo mucho de amor, el influjo eterno de un clásico como " Romeo y Julieta", al compás de las "Danzas sinfónicas" de Leonard Berstein. Una música enérgica y violenta, de contrastes e intensidad, ritmos continuos y vibrantes, desde la música latina a los guiños al jazz y las Big Bands, y melodías memorables de un musical, de esas que el oyente se lleva a casa tarareándolas.

Y así, de fondo, el Auditorio quedó en suspenso, sobre el acorde sostenido del mensaje de la torpeza que representan las guerras, los conflictos, las disputas, el enfrentamiento entre bandos, como esa pugna absurda que arrastra este Festival, condenado según la partitura de algunos a servir como carnaza para la mala política.