El despertador sonó a las cinco de la mañana. Iba a correr la maratón de Nueva York con tres amigos y así empezaba el día. Los cuatro salimos a la calle a las cinco y media; hacía frío pero no demasiado, íbamos vestidos con nuestra ropa para correr y encima ropa vieja para abrigarnos, lo que nos daba un aspecto cuanto menos curioso. Times Square estaba medio vacío a esas horas; eso, sumado a que era domingo, dejaba las decenas de pantallas y neones iluminando solo a algún despistado, operarios públicos bregando con unos cables y otros fantasmales corredores que iban en todas direcciones.

El autobús salió con puntualidad a las seis y cuarto; teníamos una hora de viaje y aprovechamos para desayunar y después dormitar mientras nos acercábamos a Staten Island por unas autopistas semidesiertas. Paramos; delante de nosotros un control policial había provocado un pequeño atasco. El carril contrario de la autopista ya estaba cortado por unos camiones de la basura rodeados de policías. El atentado del martes anterior había incrementado aun más la presencia policial y el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, después de desplegar a toda la policía en la calle, dijo su frase para las portadas de los periódicos: "Nosotros garantizaremos su seguridad".

Media hora después el autobús llegaba a nuestro destino. Eran las siete y media de la mañana y nuestro grupo empezaba a correr a las diez y cuarto, en menos de tres horas. Más controles, arcos detectores de metales e inspección de las mochilas nos llevaron a nuestro "corral"; así se llama en inglés la zona de espera y allí estábamos. Con una organización perfecta habíamos llegado a ese espacio. Allí, centenares de corredores con mantas, abrigos y lo que pudiera mantenerlos calientes esperaban la salida, la megafonía iba diciendo a qué hora y desde dónde salía cada uno de los grupos en multitud de idiomas. Unos puestos repartían café, bollos y bebidas isotónicas; algunos voluntarios daban gorros para protegerse del frío y enfrente, majestuoso, retador, estaba el Puente de Verrazano, desde donde salíamos y que nos llevaría de Staten Island a Brooklyn. El inicio de la maratón.

Mientras esperábamos pensaba en los kilómetros, quería intentar correr la distancia en tres horas y cincuenta minutos; pero la maratón da miedo, te lleva a terrenos desconocidos para tu físico y, sobre todo, para tu mente, que en un momento se rebelará ante el sufrimiento, ante el castigo que estarás infligiendo a tu cuerpo y te hará luchar y convencerte de que tienes que seguir corriendo. Esa es la frase que me diré una y otra vez: "Sigue corriendo".

Las diez de la mañana, suena el himno de Estados Unidos, te empiezas a poner nervioso, la salida es inminente, te quitas la ropa que te sobra y la tiras a grandes contenedores que unos voluntarios tratan de ordenar; toda esa ropa que más de cincuenta mil corredores van tirando la repartirán a asociaciones benéficas. Ya estamos en la salida, el puente está enfrente, nuestra "oleada" corre por debajo; desde un extremo vemos en la parte de arriba cómo acaban de salir los corredores de las diez de la mañana; nosotros somos unos dos mil; suena "New Yok, New York" de Sinatra, conectamos nuestros relojes y salimos.

La emoción, los nervios, los primeros metros. El silencio y el frío se mezclan en una rampa de subida que nos quita la respiración. Nos habían dicho que las rampas de subida de los puentes eran duras. Una milla después seguimos subiendo, vamos demasiado rápido por la emoción e intento frenar el ritmo, quedan muchísimos kilómetros y no contaba con lo largo que es el puente y la subida.

Ya estamos en Brooklyn corriendo por unas autopistas, seguimos corriendo solos, muy pocos espectadores animan cuando, en un instante, salimos de la autopista por un desvío y entramos en las calles y, de repente, aparece la gente, cientos, miles, decenas de miles de personas, gritan, animan, reparten agua desde sus casas, te dan servilletas para que te seques el sudor, plátanos que aportan energía y trozos de naranja para refrescarte. Los niños ofrecen sus manos para que las choques y tú, sin darte cuenta, estás corriendo en una final olímpica; el apoyo es brutal, desmesurado. Mires donde mires la gente te anima, te sonríe, un policía negro de mas de cien kilos choca decenas de manos por minuto mientras baila al son de una banda de rock, en un cruce suena una sirena, parece un barco, suena y suena cada vez más y te das cuenta de que es un camión de bomberos en el que cuatro bomberos subidos en el techo gritan con un megáfono animando a los corredores y repiten la misma frase una y otra vez: "Chicos, sois fantásticos, sois los mejores, seguid corriendo".

Kilómetro tras kilómetro la gente se agolpa animando, hay una banda tocando cada quinientos metros, la organización hablaba de más de cien en todo el recorrido y compruebas que es verdad. Kilómetro diez y vamos bien. Nacho, uno de los amigos con los que empecé, me mira y sonríe; nos acercamos a cada bandera de España que vemos y recibimos un extra de apoyo.

El silencio; de repente oyes las pisadas, las respiraciones, los jadeos, recuerdas que los corredores hacen ruido aunque el jaleo de la fiesta de los espectadores y sus ánimos lo habían tapado hasta este momento. Estamos en el barrio judío. Hacer deporte para ellos en domingo es una ofensa y básicamente nos ignoran, ni nos miran; seguimos corriendo, llevamos diecisiete kilómetros.

La media maratón nos da tiempos y referencias, vamos bien; de los cuatro que salimos al mismo tiempo, a estas alturas solo quedamos juntos Nacho y yo. Nos encaminamos al puente Pulaski, que nos llevará a Queens; empieza a llover, no muy fuerte pero es incómodo. Seguimos corriendo.

La subida del puente nos muestra que empezamos a estar cansados, ya no corremos de un lado a otro de la calle buscando las banderas españolas. Sigo corriendo, empiezo a pensar que aún me quedan dieciocho kilómetros. El puente de Queensboro, antes de Manhattan, nos termina de machacar; la cuesta primero arriba y luego abajo golpea nuestras articulaciones; un giro a izquierdas nos mete en la primera avenida de Manhattan y, en otra fiesta, el ruido es ensordecedor. Las vallas delimitan el espacio para los espectadores y hay por los menos cinco o seis líneas de gente animando. El "muro" se acerca, sabemos que el kilómetro treinta es un momento delicado; estamos cansados, rotos y aún nos quedan doce kilómetros; las piernas, el corazón y los pulmones están cansados pero aguantarán; ahora lo que flaquea es la cabeza, el ánimo, tu mente no entiende nada y nosotros seguimos corriendo, la lluvia cae más fuerte, la gente sigue animando aunque tú ya no la oyes, solo oyes a tu mente que te implora que pares, que detengas ese sufrimiento; y yo me digo la frase una y otra vez: "Sigue corriendo".

Dejamos Manhattan y nos adentramos en el Bronx, estamos en el kilómetro treinta y cinco; desde el treinta y tres ya corro solo, he perdido contacto con Nacho, sigue lloviendo y, probablemente, si un árbitro de boxeo me examinase tiraría la toalla, se encontraría a un tipo medio sonado repitiéndose a sí mismo: "Sigue corriendo". Ahora no podría contestar cómo era el Bronx, si había o no música o cómo animaba la gente; no lo sé. Tenía mis (pocas) energías puestas en correr y en convencer a mi mente de que no podíamos parar bajo ningún concepto; sí me acuerdo de las cuestas arriba, una detrás de otra, del dolor de mi rodilla y gemelo derechos y de cómo en cada pisada me dolían los dedos del pie izquierdo, señal de ampollas y de que iba a perder alguna uña. Un cartel en Brooklyn decía: "¿Para qué valen las uñas de los pies?"; me acordé entonces de él.

"Corre como si te persiguiera Trump", decía otro cartel antes de la entrada en Central Park. Yo no podía correr más ni aunque me persiguiera Trump y todo el ejército americano; seguía lloviendo, me dolía todo el cuerpo, pero por primera vez en mucho tiempo sonreía; llevaba corriendo tres horas y media, pero solo quedaban cuatro kilómetros, poco más de veinte minutos a mi ritmo, y empecé a contar: cada vez que llegaba a sesenta era un minuto menos, todo era válido para no pensar, para evitar racionalizar lo que estaba pasando y, como consecuencia de ello, dejar de correr, dejar de sufrir. Así que otros sesenta segundos, un minuto menos y "sigue corriendo".

Salimos de Central Park, sabía que quedaba menos de un kilómetro, una calle, giro a la derecha y entrada de nuevo en Central Park; a la izquierda, una banda de música tocaba un tema de Bon Jovi, no digo cuál porque no me acuerdo, solo pensaba en llegar, sabía que eran cuatrocientos metros finales de subida... ¿quién ha puesto la llegada cuesta arriba? Seguí corriendo, la megafonía, el arco de meta, tratas de sonreír y no puedes, sigues corriendo, cruzas la meta y después de cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros te paras. Cojeando, mojado y, repentinamente, con frío. Solo tienes ganas de reír, un sentimiento de satisfacción te invade, miras a tu alrededor y solo ves gente sonriendo, la mayoría apenas puede andar, tosen y tratan de recuperar el aliento pero están contentos, han acabado, han terminado la maratón de Nueva York, han llegado a Central Park atravesando los cinco distritos de la ciudad y la sensación de plenitud es total. Tienes mucho frío, sigue lloviendo y, al avanzar un poco, un voluntario te da una medalla, la medalla que da fe de que has acabado, de que has llegado a meta, una medalla dorada hecha de sudor, sufrimiento y dolores que te entregan por una sencilla razón: porque seguiste corriendo.