La semana pasada hubo un puente en Rumanía. Esto, que en España no pasaría de anécdota, aquí es un acontecimiento. Llevo diez años trabajando entre España y Rumanía y cuando llegué solo había dos fiestas, además de Navidad y Semana Santa. Supongo que la entrada en la Unión Europea y el hecho de igualar calendarios laborales han propiciado el aumento del número de fiestas. El caso es que en los últimos años hay tres o cuatro fiestas más al año, hasta llegar al acontecimiento del fin de semana pasado: jueves, día de los niños y lunes, "Rusalii", día de las rosas y segundo día de Pentecostés... resultado: puente.

Decidí, aprovechando los días de vacaciones, visitar la muy lejana región de Maramures, fronteriza con Ucrania. Sabía de su espectacular paisaje, sus iglesias de madera y su cementerio feliz. También sabía que las distancias en Rumanía no se miden en kilómetros sino en horas de viaje; los 590 kilómetros de distancia, merced al abandono de la red viaria, el atraso del país y la corrupción, serían 12 horas de coche a una media un poco superior a la de los trenes de la India.

En una de las múltiples pausas del viaje, tratando de descansar de la agotadora jornada de conducción y después de admirar el impresionante paisaje que ofrecían los Cárpatos, me entretuve leyendo la prensa; y así, llegué a un artículo de Antonio Muñoz Molina en el que hablaba del Valle de los Caídos bajo el título "Lugares del acuerdo". Explicaba la necesidad de convertir ese espacio, ahora en discusión, en un museo donde narrar lo que pasó durante la dictadura de Franco y que nos sirviera de espejo, de reflexión y de vacuna para intentar que el pasado no se repitiera: verdad, respeto y recuerdo a las víctimas. Hablaba Muñoz Molina de crear ese espacio siguiendo la estela de los diferentes museos que ya existen en el mundo, como la sede de la Escuela de Mecánica de la Armada en Argentina o el Museo do Aljube en Portugal. Pensé en la escuela de Phnom Penh, el terrible centro de detención S-21 que visité hace unos años, un lugar donde entraron catorce mil personas y del que solo salieron con vida doce, bajo el terrible régimen de los Jemeres Rojos en Camboya. Aún recuerdo el frío, el respeto y el miedo que sentí solo estando allí, como visitante, imaginando lo inimaginable y viendo en cada foto, en cada recuerdo, en cada rincón de esa escuela reconvertida en centro de detención que la realidad de la crueldad humana supera toda la imaginación posible.

Con el relato de Muñoz Molina fresco, Maramures me sorprendió: los paisajes eran espectaculares, el cementerio feliz entrañable, las iglesias de madera impresionantes y la comida y la hospitalidad inmejorables; hasta aquí lo esperable. Una guía de turismo me propuso visitar el centro de detención de Sighet. Nunca había oído hablar de él y, la verdad, no tenía claro qué iba a ver, pero al entrar por la puerta del antiguo centro de detención comunista se me heló la sangre, recordé la escuela de Phnom Penh y el articulo de Muñoz Molina. Rumanía había hecho sus deberes y en esta pequeña ciudad fronteriza con Ucrania había creado un centro para analizar sus fantasmas, para contar cómo bajo la dictadura comunista miles de rumanos habían sido detenidos, torturados y asesinados. Una pared enorme con ocho mil nombres daba cuenta de los que habían muerto en el centro de Sighet; la lista estaba incompleta -aclaraba un cartel- porque aún había documentos de la época clasificados. Una pared esperaba virgen la desclasificación de más documentos para poder añadir nuevos nombres, nuevas tragedias.

Paseé viendo los datos, los nombres de los que habían perdido la vida, cómo los torturaban y dónde los ejecutaban; veía y sentía el silencio de los visitantes, la vergüenza y casi las lágrimas; cada sala era un puñetazo directo a la humanidad o, más bien, a la ausencia de ella. Pensé que Rumanía se nos había adelantado y, a pesar de estar a años luz de nuestro nivel de renta, de sanidad y de otras muchas cosas, ellos sí se habían atrevido a mirar hacia atrás, a tragar saliva y a mostrar lo que pasó. Pensaba que Franco murió en 1975 y no hay ningún lugar en España en el que podamos mirar a esa época de nuestra historia de frente. Muñoz Molina proponía convertir el Valle de los Caídos en ese espacio, pero los partidos políticos siguen peleando sobre cómo afrontar ese periodo de nuestra historia y nos hurtan el derecho y el deber de saber, de conocer la verdad sin debates ideológicos, de entender qué pasó en nuestro país desde 1939 a 1975 sin medias verdades, mirando al horror a la cara. Una frase traducida a decenas de idiomas en el centro de detención de Sighet nos explica claramente por qué estos lugares son necesarios: "Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres".