En la prisión de Alicante, el 28 de marzo de 1942, la tisis suplió al verdugo y la pena capital, conmutada por treinta años de reclusión que no hubiera resistido su quebranda salud. Y Miguel Hernández Gilabert, con treinta y dos años cumplidos y una obra singular, madura y valiente, entró en la historia como protagonista y víctima de un periodo fratricida que aún duele y afrenta.

El oriolano -cuya inspiración no tuvo par y cuya métrica tocó la perfección de la lírica del Siglo de Oro- estuvo iluminado por un aura de leyenda; para los admiradores fue el pastor que escribió en los montes y entre cabras; para los documentados, un voraz autodidacta que no perdió tiempo ni ocasión para "crecer hacia dentro" y que, para vivir en Madrid, trabajó como corrector de estilo en una editorial de entonces. Y para todos, un creador que rompió límites con el ariete de su pasión mediterránea y el caudal sensitivo de sus metáforas.

Fue, además, un republicano ferviente que sirvió a esa causa con entrega y versos para alentar cantar las calles y las trincheras, para animar espíritus y blindar la resistencia al odio, la codicia y el crimen. Escribió hasta la hora final y, desde los últimos años de la dictadura, se erigió en un icono de la lucha por la libertad, cantado por Enrique Morente (1971) y, un año después en un trabajo espléndido, por el gran Joan Manuel Serrat.

Luego entraron Jarcha, Los Lobos, Pablo Guerrero, el chileno Víctor Jara -asesinado por el golpismo sangriento de Pinochet- y el argentino Alberto Cortez; la norteamericana Joan Báez y la griega Nana Mouskuri; Olga Manzano y Manuel Picón; Adolfo Celdrán, Paco Damas, Luis Eduardo Aute, Ana Belén y Víctor Manuel, Luis Cilía, José Antonio Labordeta, Luis Pastor, Elisa Serna y Amancio Prada; y otros referentes del flamenco como Carmen Linares, Camarón de la Isla, Pitingo, Arcángel, el Niño de Elche y el celebrado Miguel Poveda.

Repaso antologías sobadas, sesudos ensayo y vistosos álbumes y compruebo que, pese a su injusto olvido, me gratifico con el sonido fiel de los vinilos, mientras leo en una carátula una amorosa recomendación de Pablo Neruda, espejo y mentor, amigo y protector del poeta de Orihuela, que estableció el recuerdo de Miguel Hernández "como deber de amor" para los biennacidos.