Cuando cambió la medicina por la música no esperaba estar tantos años cerca de los escenarios, pero a pesar de que tiene claro que se va a retirar como artista, sí que se está pensando la posibilidad de modificar su relación con la profesión. El uruguayo Jorge Drexler, que el 27 de febrero da un concierto en el Infanta Leonor de Los Cristianos (Arona), declara que está muy contento con lo que es y que no ve en el horizonte ganas de cambiar. Sin embargo, sí que se plantea seleccionar mejor sus objetivos y, sobre todo, aprender a no decir a todo que sí. "Dejar de tocar no lo voy a hacer porque esto es como una droga", advierte.

En la entrevista anterior dijo que "Bailar en la cueva" había sido una buena excusa para aprender a danzar, ¿cómo van esos progresos?

No sé si bailaré mejor o peor, pero estoy mucho más cómodo que hace un año, y hace un año bastante más a gusto que hace dos... Me cuesta explicarlo, pero conforme avanza este espectáculo me siento más identificado con el movimiento en general y con la expresión de sentimientos a través del cuerpo. Desconozco si eso tiene algo que ver con la edad, porque ya cumplí los 50, pero estoy en un punto de mi vida ideal para reflexionar.

¿Tiene miedo de perder la química que existe con su público?

Ese es un miedo que tenemos todos; igual que el miedo de no poder escribir más canciones... Ese miedo es mi excusa para continuar apareciendo en un escenario y disfrutar del milagro que produce la conexión que se abre entre el artista y el público. Si hubiera un antídoto para no sentir ese miedo este trabajo se convertiría en una cuestión mecánica y a mí no me interesa buscar esa perfección: sería como enviar un holograma a un concierto y no percibir el vértigo de empezar de cero una vez más.

¿Después de 20 años dedicados al mundo de la música, y haber "quemado" unas cuantas profesiones con anterioridad, ha hallado su espacio laboral perfecto?

Yo estoy contento con lo que soy y no veo en el horizonte ganas de cambiar... Eso sí, quiero cambiar mi relación con esta profesión. En menos de un año llevamos alrededor de 70 conciertos en doce o trece países. Yo vivo en Madrid y cada parada son dos o tres días lejos de casa... Eso es lo que quiero cambiar: si hacemos un cálculo rápido yo debo haber pasado lejos de mi hogar algo más de medio año. La duda no está en el hecho de si lo podré aguantar mucho tiempo, sino en poder entender de una vez por todas que no quiero llegar tan cansado a un concierto. Igual en los próximos años priorizo otro tipo de trabajos que tengan que ver con la música, pero que me permitan estar un poco más quieto. Dejar de tocar no lo voy a hacer nunca porque eso es como una droga. De hecho, a mí me encanta tocar y el único peligro que tengo es el de no pasarme y decir a todo que sí. Lo que me estoy planteando es el hecho de que no quiero regresar a casa echo polvo y a los tres días volver a cruzar el charco...

Perdón por la apreciación, pero viendo el espectáculo que trajo al Teobaldo Power uno se pregunta cómo es posible convertir algo tan sencillo, que no escaso de calidad, en algo tan hermoso...

Nunca pida perdón por una pregunta porque usted tiene derecho a hacer la pregunta que quiera. Lo que sí debe entender es que a mí me queda el derecho a contestarla. Yo no pediré nunca perdón por una respuesta si usted me pide perdón por una pregunta... Y ahora, le voy a dar las gracias porque esa cuestión viene acompañada de un juicio de valor.

¿Cómo se logra eso sin grandes adornos ni fuegos artificiales?

A mí me dan mucho calor los fuegos artificiales (ríe)... Cuando fui a la gala de los Grammy Latinos había muchos. Yo estaba sentado en la segunda fila y sinceramente no sé cómo aguantan tantos fuegos artificiales. Eso lo descartamos. Uno tiene que aprender a trabajar con lo que tiene. Esa es la dimensión real del proyecto que tengo entre manos. A veces un show para 25 personas, con una guitarra y sin amplificadores se convierte en la experiencia más maravillosa; y a veces un concierto para siete mil personas como los que hemos dado en el Luna Park desencadenan un éxtasis bastante difícil de explicar. Mi único vicio es tocar con músicos de alta calidad; es una suerte que vengan conmigo. Eso es como la miel sobre hojuelas.

En su regreso a Tenerife se trae dos Grammy Latinos. ¿Eso cambia algo en su vida?

Mi actividad diaria no cambia por haber ganado dos Grammy. Los premios están bien, pero no hay que perder de vista que ese tipo de decisiones las toman personas que tienen unos gustos y caprichos personales. Yo solo he sido jurado una vez -en el Festival de San Sebastián- y lo pasé realmente mal.

¿Pero algo sí que debe alegrar ser premiado por sus compañeros?

Toda votación es caprichosa y lo importante es no dejar que eso se le suba a la cabeza como si acabará de ser tocado por el altísimo... Eso se acepta y, sobre todo, se agradece porque mi disco nació en una pequeña habitación con gente del underground colombiano y salió por delante de los proyectos de Enrique Iglesias, Marc Anthony, Carlos Vives o Calle 13, que son más comerciales... Nunca uso ese término de manera despectiva, lo que ocurre es que yo le pido otra cosa a la música, aunque comprendo la importancia que tienen las listas de ventas.

Hace diez años ganó un Oscar. ¿Eso no debe ser fácil de olvidar?

Tengo miles de anécdotas de lo que ocurrió aquel día, pero la mayoría son incontables (ríe)... Ahí estaba yo, metido en una escafandra disfrutando de un planeta extraño para mí, observando en silencio qué es lo que se comía allí. La noche que gané el Oscar (Mejor canción original con "Al otro lado del río") me sentí como un sapo que se encuentra lejos de su pozo, pero me interesa conocer otros pozos. No me gusta aislarme en mi ecosistema artístico.