El escritor colombiano Gabriel García Márquez, fallecido hoy, pasa a la historia como el único Nobel de Literatura de su país, un reportero que retrató el mundo bajo la lente del "realismo mágico" y creador de un maravilloso universo propio y tremendamente original.

Esta corriente, de la que es considerado uno de los principales exponentes con la novela "Cien años de soledad" a la cabeza, refleja las maravillas que García Márquez asimiló desde su nacimiento el 6 de marzo de 1927 en Aracataca, un pueblo del Caribe colombiano que alguna vez definió como la "semilla" de Macondo.

Y es que las escenas de los Buendía en aquel Macondo bananero tenían mucho que ver con su numerosa familia del norte de Colombia, de la misma manera que el mundo mágico emanaba de las supersticiones de su abuela y la radiografía histórica de las guerras entre conservadores y liberales, de las batallitas de su abuelo coronel.

"Quise dejar constancia poética del mundo de mi infancia, que transcurrió en una casa grande, muy triste, con una hermana que comía tierra y una abuela que adivinaba el porvenir, y numerosos parientes de nombres iguales que nunca hicieron mucha distinción entre la felicidad y la demencia", explicó el Nobel.

Si algo marcó su obra fue el afán de comprobar datos, de ofrecer todo el contexto de un momento histórico y el arte de contar las cosas que él resumió en el mantra: "el periodismo es el mejor oficio del mundo".

García Márquez abandonó la costa colombiana en 1940 para estudiar interno con una beca en el Liceo Nacional de Zipaquirá, una localidad cercana a Bogotá donde conoció el frío, la introspección y su talento para la escritura, temporalmente frustrado por el empeño de su padre en que estudiara Derecho.

No obstante, en septiembre de 1947 publicó su primer cuento, "La tercera resignación", en el diario El Espectador, y su papel como promesa literaria comenzó a forjarse en Bogotá hasta que el asesinato del líder Jorge Eliécer Gaitán y los consiguientes disturbios del "Bogotazo" le obligaron a volver a la costa en 1948.

Allí se vinculó al Grupo de Barranquilla, donde con intelectuales se acercó a los clásicos rusos, estadounidenses e ingleses y perfeccionó su estilo directo, ya como columnista de El Universal de Cartagena, de El Heraldo de Barranquilla y como crítico de cine y reportero de El Espectador.

La publicación de "La hojarasca" y sobre todo del reportaje por entregas "Relato de un náufrago" le valió la censura del régimen del último dictador de Colombia, el general Gustavo Rojas Pinilla, lo que marcó el inicio de su carrera como corresponsal superviviente por Europa, la Unión Soviética de entonces, Estados Unidos y Venezuela.

"El hijo del telegrafista", como se presentaba, huyó siempre de identificarse como un intelectual de su tiempo, pero lo fue, pues cultivó su amor por la pintura y la música, fue accionista de la revista colombiana Cambio y fundó instituciones como la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños de Cuba.

Además, en su etapa europea ya se había empezado a codear con célebres escritores como el colombiano Plinio Apuleyo Mendoza o Mario Vargas Llosa, amigo cercano en la época parisina y de quien se alejó en 1976 cuando el nobel peruano le asestó, en público, un derechazo en un ojo por un episodio del que ambos guardaron el secreto.

En 1959 conoció en La Habana al triunfal líder de la revolución cubana, Fidel Castro, momento en el que comenzó una polémica amistad que según García Márquez se basaba en pasiones como la literatura o la gastronomía.

Pero Castro fue el único mandatario con el que alternó el Nobel, pues como afirma su biógrafo británico Gerald Martin, Gabo tenía una "enorme fascinación por el poder" que le llevó a ser amigo, entre otros, del español Felipe González y del estadounidense Bill Clinton, quien hace unos años le visitó en su casa de Cartagena de Indias y le confesó cuánto lo quería.

A principios de los sesenta ya se había casado con Mercedes Barcha y había tenido a sus dos hijos, Rodrigo y Gonzalo, con quienes se trasladó a vivir a México, donde escribió guiones, así como las novelas "El coronel no tiene quien le escriba", "La mala hora" y el libro de relatos "Los funerales de la Mamá Grande".

En 1967 llegó "Cien años de soledad", al cabo de dos décadas de disciplina y estratagemas de Mercedes para que el carnicero le fiara, obra con la que barrió en las librerías y se consolidó como el padre de un estilo poliédrico, de una rica prosa y de descripciones detallistas hasta el extremo.

Consolidado después de este "vallenato de 450 páginas" que el poeta chileno Pablo Neruda calificó como "la mejor novela que se ha escrito en castellano después de ''El Quijote''", le siguieron cuatro libros más, tres volúmenes de cuentos y dos relatos a caballo entre Barcelona, México, La Habana y Cartagena.

Vestido con un inmaculado liqui liqui, el traje que manda el protocolo caribeño, recibió en Estocolmo el Premio Nobel de Literatura en 1982, en una pura reivindicación de su hemisferio que resumió en el potente discurso "La soledad de América Latina".

La Academia explicó que el colombiano merecía el premio porque "sus novelas e historias cortas reúnen la fantasía y la realidad que se combinan en un tranquilo mundo de imaginación rica, reflejando la vida y los conflictos de un continente".

Y es que su compromiso con las causas latinoamericanas nunca ha menguado: participó como mediador en los intentos frustrados de paz con las guerrillas en Colombia de 1985 y 1998-2002, rechazó públicamente el bloqueo estadounidense contra Cuba y firmó la "Proclama de Panamá" por la independencia de Puerto Rico.

En 1999 le detectaron un cáncer linfático que superó escribiendo sus memorias "Vivir para contarla" (2002), para apartarse del ruido mediático y aparecer sólo en los días de su cumpleaños, siempre sonriente y tratando de disimular las lagunas de la memoria.

"La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla", afirmó en su día. Menos mal, está documentada.