DESCONOZCO si la culpa fue del poeta o del músico que puso su voz al servicio de unos sonetos canallas, aunque tampoco voy a descartar que el responsable de este embrollo estuviera sentado al piano de la cantina en la que se reunieron hace una semana "Los hombres que bebieron con Dylan Thomas".

Suele ocurrir que cuando la poesía se fuga de su nicho natural genera situaciones asombrosas. Puede que algunos no entiendan su erotismo; ese puntito golfo que es capaz de derribar muros invisibles para transitar sin fronteras por gargantas como las de Andrés Molina. Doy fe de que el cantautor de Guamasa no es ningún mal hablado. Me apostaría, incluso, un whisky de Malta con el mismísimo Dylan Thomas a que este tipo se aprendió demasiado bien los sonetos de Pedro Flores. ¿Y qué es un poeta sin ironía, sin riesgo, sin sexo...?

Un poeta que no camina sobre la cuerda floja es como unas Fiestas del Cristo sin fuegos artificiales. El pianista también se va a llevar lo suyo. En un córner, apartado de los versos lascivos y picantones, se situó Samuel Labrador. Pocas veces había oído a un Andrés tan desbocado, pero los poetas son elementos peligrosos cuando desenredan sus lenguas con citas, palabras, nombres que te dejan congelado en un asiento; abrumado ante tanta belleza. "Los hombres que bebieron con Dylan Thomas" es la excusa perfecta para confiar en los procesos creativos puros.

Samuel Labrador fue el contrapunto perfecto al mano a mano que organizaron Molina y Flores en el teatro Leal. Sus dedos fabricaron unas sonoridades que se ajustaron a las escalas borguianas escritas por Pedro y al modo en el que entiende Andrés su relación con un escenario. "Los hombres que bebieron con Dylan Thomas" estuvieron algo faltones, pero una orgía de esta envergadura no se puede organizar con agua mineral. Hace falta un buen galés para montar algo tan bueno.