Si hay un personaje político que atraiga, como los imanes, el rechazo de gran parte de la opinión pública es Carles Puigdemont, expresident de la Generalitat y ahora residente en Bélgica. Su último golpe de mano contra la antigua Convergència Democràtica (que concurrirá a las elecciones con la marca Junts per Catalunya), donde ha impuesto a sus fieles en los lugares principales de las listas, ha generado lamentos en el resto de formaciones. Entre otras cosas porque, si no hay mayoría de las tres derechas tras el 28 de abril, el inquilino de Waterloo podría estar en condiciones de influir en la gobernabilidad de España (o en la falta de ella).

Puigdemont no solo genera animadversión entre los moderados de su partido, sino entre los dirigentes de ERC (pregunten qué piensan de él Oriol Junqueras y sus asesores), los de la oposición en Cataluña, los de los partidos con implantación en España y las élites económicas y académicas de Madrid y Barcelona. Con semejante rechazo, ¿cómo es posible que, año y medio después de la fallida Declaración de Independencia, el ex president siga teniendo capacidad de maniobra?

Pues porque, además de atraer rencores, desde su marcha a Bélgica ha concitado un apoyo notable en una parte del independentismo, con niveles de adhesión iguales al rechazo que suscita en los demás. A diferencia del relato periodístico de Madrid, Puigdemont es visto entre quiénes lo apoyan no como un prófugo sino como el que hizo bien en escaparse de una justicia de parte, del enemigo al que se entregó, de forma mansurrona, el líder de ERC. El inconveniente para Puigdemont es que su estrategia de me-escapo-y-después-regreso (ha anunciado que volverá a Cataluña, si es elegido eurodiputado) tiene el problema de los hechos y de que sus votantes se cansen de que no cumpla con lo prometido.