Cualquier viajero culto y curioso que recorra La Palma y su capital, Santa Cruz, encuentra monumentos religiosos y civiles y obras que van desde el gótico tardío a las vanguardias y revelan el peso de la economía y la cultura en un enclave de las rutas atlánticas y el comercio entre los dos mundos.

Desde diversos destinos de Europa y, especialmente de los Países Bajos, durante el siglo XVI, llegaron esculturas, tablas y lienzos, muebles, artes suntuarias y libros, que enriquecieron los templos y las casas de los mercaderes flamencos que, radicados tras la conquista, exportaron azúcares y alcoholes y malvasías y vidueños posteriormente.

Dentro de ese patrimonio, destaca una soberbia colección de pintura manierista de Brujas y Amberes localizada en la Iglesia de San Miguel de las Victorias, anexa al convento dominico fundado en 1530 y que, por méritos arquitectónicos y dotación ornamental, figura entre los grandes atractivos culturales de Canarias.

Conocido sólo por los estudiosos, la popularidad de este legado se extendió con un descubrimiento fundamental que tuvo como protagonistas al entonces rector de la Universidad de La Laguna, al alcalde de Santa Cruz de La Palma, a un sagaz historiador local, a dos restauradores madrileños y a un grupo de ciudadanos que, por amor al arte -nunca mejor dicho-, se vincularon generosamente a las acciones filantrópicas de la capital y la Isla.

Con la perspectiva de medio siglo, evoco lugares, hitos y nombres contados en mis inicios periodísticos y que, en este caso, arrancan en mayo de 1967, durante el IV Congreso Eucarístico de la Diócesis Nivariense, celebrado en la ciudad de mi nacimiento. El evento juntó, entre otras noticias, la representación de La Cena del Rey Baltasar, con un centenar de actores y figurantes; la pública colisión dialéctica entre el obispo Franco Cascón y el mantenedor de la gala final, Luis Cobiella, que sostenían posiciones pre y postconciliares, respectivamente; y una exposición con fondos del Arciprestazgo capitalino (las Breñas, Mazo, Puntallana, San Andrés y Sauces y Barlovento) que constituyó un acontecimiento sin precedentes.

La excelencia de la muestra se concretó en una veintena de pinturas; de ellas, siete de origen flamenco y, dentro de este lote, un espléndido lienzo, La Última Cena, entonces de autor anónimo y contradictorias atribuciones, que incluyeron a maestros italianos y al mismo Pablo de Céspedes (1538-1608), racionero de la Catedral de Córdoba, pintor y tratadista de arte.

Alma máter de la empresa, Gabriel Duque Acosta (1930-1987) jerarquizó la muestra a partir de esta tela que, desde el presbiterio, presidió los cultos cuaresmales, incluso después de la Desamortización, cuando recinto y ajuar pasaron a la Iglesia secular. Dibujante, pintor e investigador de las antigüedades palmeras, Alberto-José Fernández García (1930-1984) comentó su calidad en artículos periodísticos y, responsable del montaje, adiestró a los colaboradores a ponderar sus valores a los numerosos visitantes que acudían desde distintos puntos de la Isla.

Presentó la exposición, el entonces rector magnifico de la Universidad de La Laguna, Jesús Hernández Perera (1924-1997), que, con precisión y brillante oratoria, recorrió los contenidos e incluyó un anunció relevante para el episodio que les contamos y para la historia en general: una campaña de restauración artística de piezas relevantes del patrimonio de la Diócesis Nivariense, entre las que se incluía el cuadro encargado por Benito Cortés de Estupiñán y donado a los dominicos en 1621 por su heredera Juana Orozco de Santa Cruz.

Julio Moisés y Pilar Leal fueron los técnicos que, durante un trimestre de 1968, restauraron dos docenas de piezas, esculturas en su mayoría, en la inacabada Casa de la Cultura -hoy sede judicial- y recomendaron el traslado de La Última Cena a Tenerife, donde se montó un telar ex profeso para su reentelado. Mi buena relación con los restauradores me facilitó una primicia: tras la limpieza, en la hoja del cuchillo que sostiene el tercer apóstol a la derecha de Jesús apareció el anagrama AF. Hernández Perera lo identificó como Ambrosius Francken (1544-1618). La noticia traspasó fronteras y desató en mí una curiosidad, aún activa, sobre el autor del cuadro más famoso de La Palma y el de mayor formato de cuantos llegaron al Archipiélago procedentes de los Países Bajos del Sur.

Hijo del pintor Nicolaes Francken, nació en Herentals y desde la infancia residió en Amberes. Fue discípulo de Frans Floris y completó su formación en Fontaineblau, donde bajo la tutela de Giovanni Battista di Jacopo (Rosso Fiorentino), Francisco I reunió artistas del continente para decorar su palacio según el gusto manierista. Llegó en 1570 y permaneció tres años en una escuela en franca decadencia por la desatención de los sucesores del fundador.

Karel van Mander en su Schilder-boeck documentó su presencia en la ciudad francófona de Tournai, acogido a la hospitalidad del obispo y, acaso, ocupado en tareas artísticas para Nuestra Señora de Flandes, la más hermosa de las catedrales belgas, construida en el siglo XII, con cinco esbeltas torres, esculturas colosales y vitrales famosos, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

Viajó por Italia, residió en Roma y Venecia y, en el último tercio del siglo XVI, destacó entre los artistas antuerpienses y como influyente maestro en la Gilda de San Lucas. Fusionó los influjos italianizantes -tanto en la osadía compositiva como en la contrastada brillantez del colorido- pero, en ningún caso, perdió el sobrio realismo nórdico, la grave dignidad por encima de la estética y, en cuanto a los temas, la fidelidad, por temporadas, a las normas emanadas del Concilio de Trento.

Desposado con Clara Pickarts y amigo íntimo de Maerten de Vos, ejerció con éxito su magisterio y tuvo entre sus pupilos más notables a su sobrino Hieronymus II, que, en el primer tercio del siglo XVII, destacó en la pintura de género y las naturalezas muertas. Los Francken, seis nombres de primera y segunda generación, formaron un influyente y prolífico grupo artístico y su jefe, Ambrosius el Viejo, se erigió en un personaje famoso por su talento, temido por sus influencias y criticado por sus cambios políticos y religiosos.

En 1577, los vecinos de Amberes eligieron un ayuntamiento calvinista y, para sorpresa de las autoridades y fieles católicos, Ambrosius Francken cambió de bando. Justificó su actitud en las represiones del Duque de Alba y Juan de Austria y se convirtió en un celoso cumplidor de la llamada iconoclastia silenciosa, una orden municipal de 1581, que implicó la eliminación sistemática de imágenes y pinturas católicas de los templos y lugares públicos, salvo excepciones determinadas por la calidad suprema de los trabajos.

Trazó, ilustró e imprimió libelos contra el clero de Roma, airados y escatológicos, agrupados en una serie titulada El destino de la Humanidad. Y por su obediencia y servicios prestados al frente de Juan Calvino, ocupó un lugar preferente entre los artistas seleccionados para sustituir las obras destruidas y fue elegido decano del Gremio de Pintores de San Lucas en 1582. Pero ahí no quedaron sus saltos entre credos y políticas; tres años después, cuando las tropas al mando de Alejandro de Farnesio reconquistaron Amberes, el mutable Ambrosio hizo saber a las autoridades restauradas que era, otra vez, católico.

Con eso y con todo, Ambrosius Francken fue un excelente artista que, con la base del rigor flamenco, sintetizó las pautas de la Escuela de Fontaieneblau aprendidas en sus mocedades, graduó y contrastó el colorismo veneciano -tan evidente en la Cena palmera- y le dio el crédito del naturalismo que el llamado estilo nórdico sostuvo desde el gótico tardío hasta el primer barroco.

Curiosamente, el encargo al decano de la Gilda del Puerto de Amberes se concretó en la Institución de la Eucaristía, uno de los dos sacramentos -el otro es el bautismo- que Juan Calvino respetó en su confesión y que, sin embargo, es motivo de las mayores críticas. Sin embargo, el teólogo francés dejó clara "la comunión entre el creyente, la creación y el Dios Trino".

De su amplia y documentada producción apenas quedan dos grandes trabajos localizados en el Koninklijk Museum (Martirio de San Crispín y San Crispiniano y Multiplicación de los panes y los peces), una pequeña grisalla (Jesús bendiciendo a los niños) en el madrileño Lázaro Galdiano y esta obra singular, tan plena de méritos plásticos como, según me comentó un cardenal italiano al que tuve el placer de enseñársela, "de utilidad ecuménica porque vale para católicos y calvinistas".