Llegó el uno de enero y me encontró totalmente decidida a desafiar a los maledicentes y a afrontar el 2019 cargada de esperanza. Me hallaba en plena forma para enfrentar cuantas crisis se me pusieran por delante y así, en un alarde de originalidad sin precedentes, mis propósitos para el presente año se centraban en neutralizar a los agoreros que escupían sin piedad sus peores pronósticos para los futuros trescientos sesenta y cinco días. El caso es que una noche me acosté pensando que, a pesar de la que estaba cayendo, era razonablemente cuerda y optimista y a la mañana siguiente descubrí con horror que formaba parte de ese colectivo de cándidos susceptibles de ser señalados con el dedo. Frente al televisor, mando a distancia en mano, asistía a la avalancha de desgracias pronosticada por aquellos portavoces del pesimismo. Si allende nuestras fronteras el panorama no ayudaba al optimismo, de puertas para adentro tampoco resultaba demasiado halagüeño, de modo que, no sin cierto desasosiego, apagué la máquina infernal y me dediqué a buscar en la barra de Google el término felicidad, como aquel náufrago en busca de un chaleco salvavidas.

Necesitaba constatar que semejante aluvión de desdichas aún no había hecho mella en mi estabilidad emocional y fue entonces cuando, por fortuna, reparé en las declaraciones de un grupo de intelectuales encabezados por el psicólogo canadiense Steven Pinker que se atreven a defender lo que a muchos les suena todavía a herejía: que el ser humano nunca ha logrado el nivel actual de paz y bienestar. Para apuntalar sus tesis, recurren a datos que no admiten discusión, entre los que destaca que es muy difícil hallar un lugar en el mundo cuyas condiciones a día de hoy sean peores que a mitades del siglo XX. Nuestras generaciones precedentes ni siquiera pudieron imaginar los logros conseguidos en los más variados ámbitos. Sin embargo, la percepción de que el mundo va a peor se halla bastante generalizada. A juicio de Pinker y sus seguidores, la explicación a este fenómeno es que disponemos de tantas cosas que ni siquiera nos preocupamos de valorarlas ni conservarlas.

Es la paradoja de un progreso que se traduce en la angustia por el presente y el pesimismo por el futuro, incluso cuando no existen razones de auténtico peso que los justifiquen. Las gráficas sobre renta, longevidad, mortalidad infantil o alfabetización, entre otras, indican que, pese a las numerosas necesidades pendientes de ser cubiertas, la Humanidad vive su mejor momento pero, por desgracia, el sentido de decadencia se encuentra profundamente arraigado en ella. En España, sin ir más lejos, el discurso despreciativo y cínico atesora un prestigio intelectual del que carece el discurso optimista, que (lo sé por propia experiencia) siempre suena idiota y parece ingenuo.

Afortunadamente, y desmontando otras famosas teorías que consideran la felicidad como un trastorno mental (véase Richard Bentall), el transcurso de la vida me ha llevado a concluir que en realidad se trata de una actitud que comporta grandes dosis de voluntariedad. Saber que, si se asocia a un trayecto y no a una meta, las posibilidades de alcanzarla aumentan considerablemente, me consuela y me reconforta. Aunque cueste creerlo, incluso en épocas convulsas ser feliz es posible y está al alcance de casi todas las manos. Cada individuo tendrá que descubrir su fórmula personal e intransferible y, aunque los informativos funcionen como trágico escaparate de complicadas coyunturas, deambular entre la decepción y el hartazgo no es la solución. Mientras podamos abrazar a quienes amamos, reunirnos con amigos, leer libros, escuchar música, ver amanecer, pasear por la playa y disfrutar de múltiples actividades ajenas al poder adquisitivo, ni el peor de los gobernantes nos lo podrá impedir. Es una lástima que la prensa no apueste por las buenas noticias. Ojalá nos las brindara más a menudo, aunque no ayuden a elevar las cotas de audiencia. ¿O sí?

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