Deduzco que en la edad en que los romanos acudían al circo para ver a los leones desayunando cristianos, ya existían estos bichitos campando entre los materiales salidos de los bosques de las Galias, que dicho sea de paso eran capaces de comerse el trono del César sin tener ninguna arcada indigesta. Y todo ello porque nuestro universo está constituido de madera, pues desde que flotó el primer tronco en el Tíber, ya arrumbaban por sus orillas, dándole placer alimentario a los peces del río, que se criaban gordos y lustrosos. Confieso que cuando vi la magnífica obra de carpintería del coqueto Ayuntamiento tacorontero, nunca pensé que sería más tarde objeto de deglución de gusanos; ni tampoco que estos, entre mordisco y mordisco, brindaran con ese néctar glorioso, salido de la madre tierra. Leo con interés que algunos vecinos afectados se mantienen a base de Lorazepán y han tenido que cambiar hasta la carpintería de los muebles, sustituyéndolos por plásticos -aunque algo me dice que acabarán comiéndoselos también-. Y es que el único remedio conocido pasa por un desembolso cuantioso para un bolsillo afectado, aplicando un producto llamado Hexaflumurón, cuyo coste oscila entre dos y tres mil euros de vellón. Puestos a comparar, no quiero ni pensar que algún chivato le pase a la colonia la información de la cantidad de tesoros artísticos que residen en La Laguna, porque como le echen el ojo a un ajimez van a derrumbar hasta los balcones de los conventos, y si me apuran hasta el ataúd de la Siervita que tan amorosamente donó el pirata Amaro Pargo. A lo largo de estos años, he visto proliferar y campar a sus anchas al picudo rojo de nuestra elegante palmera canaria; o a la polilla de la papa, nuestro alimento básico de toda la vida; tampoco son dignas de olvidar a las temibles langostas africanas, que ensombrecían el cielo cuando invadían la Isla, procedentes del cercano continente africano. Tampoco son dignas de olvidar la cochinilla roja o la blanca, y si alguien lo ha olvidado, todavía colea la epidemia de mosca blanca, que invadió los frondosos laureles de Indias de las ramblas, traídos de Cuba en el bergantín del capitán Serís. A título personal, realicé una consulta con un biólogo, encargado de combatir las plagas en nuestro ayuntamiento, y me describió con todo lujo de detalles a la ágil cucaracha que se acomodaba en las viviendas, cercanas a la despensa y cocina, para salir de madrugada de picos pardos a comerse todo alimento posible, guardando sus huevos en una bolsa sujeta con sus patas traseras, que soltaba en momentos de peligro para que se multiplicaran como los panes y los peces. Resulta evidente que la química moderna se enfrenta, y se enfrentará cada día más, con todo este muestrario de nuevas especies invasoras amigas de la celulosa, que es la golosina de la madera, elevada a la degustación del paladar más exigente. Tampoco que las medidas fitosanitarias sean lo suficientemente eficaces como para contener y erradicar estas plagas bíblícas, que entran a la Isla por cualquier medio de transporte, y donde hasta el conocido como rabo de gato está multiplicándose con rapidez pasmosa y asfixiando a nuestras plantas autóctonas. Sugiero a los lectores circular por las vías de los invernaderos de Valle de Guerra, para que observen dicha proliferación y la poca consideración que reciben para erradicarlas. Hablaba el otro día de la multiplicación de los restos de plástico contenidos en nuestras costas, engullidos por los peces y contenido hasta en las tripas de los chicharros y sardinas. No quiero imaginarme lo que sería para los romanos engullir una copiosa comida aderezada con garum, que era una salsa elaborada con vísceras fermentadas de pescado, a la que se añadía vino, vinagre, sangre, aceite y pimienta, para combinar con algún otro alimento a prueba de estómagos de hierro. Sea como fuere, como todo motivo de alarma, la progresión de estos males sobreviene siempre de forma paulatina y acaba por instalarse cuando todos los medios para combatirlos resulten ineficaces. No quiero ni pensar en el daño que se está generando a los viticultores la presencia de esta plaga, que convertiría en abstemio hasta al mismísimo Noé.

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