La semana pasada mi amigo Pelicar volvió a sorprendernos en la tertulia del hotel Nivaria con su peculiar forma de entender la vida. En vez de hablar de política, como es nuestra costumbre, prefirió hablar de sus experiencias de fin de semana que ya forman parte del acervo cultural de la propia tertulia, y que dan para escribir un libro.

Esta vez nos llevó de excursión. Pero en esta ocasión eligió un lugar tan cercano físicamente a la capital y a la vez tan lejos en la presencia, que para la inmensa mayoría de los tinerfeños es un lugar casi desconocido. Se refirió a que muchas veces, cansado de pasear o de visitar los mismos sitios, su mujer siempre le pone el reto de descubrir algo nuevo. Y, aunque ese desafío es difícil en una isla donde realmente quedan pocos lugares por conocer, siempre queda la esperanza de ver con otros ojos y con otro espíritu ciertos lugares entrañables que se encuentran casi a un tiro de piedra de nuestra, muchas veces, cansina y aburrida rutina diaria.

Y eso sucede con Igueste de San Andrés. Una pequeñísima localidad -cuenta con apenas 600 habitantes-, encuadrada dentro del barranco y valle de Igueste, en la vertiente sur del macizo de Anaga, y a tan sólo 16 kilómetros de la capital tinerfeña. No sólo es un pequeño paraíso natural, ya que al encontrarse dentro del parque rural de Anaga forma parte de la Reserva de la Biosfera del macizo de Anaga, sino que debido a su particular microclima, su valle, por el que a través de su barranco discurre agua casi durante todo el año y donde habita la anguila, un pez de agua dulce característico de la zona, es un pequeño vergel tropical que proporciona una variedad de productos agrícolas -tomates, papas, pimientos, bubangos, cebollas, puerros o calabazas- y toda clase de árboles frutales, principalmente fruta exótica, que casi no se da en ningún otro lugar de la Islas Canarias.

Nos contó Pelicar que aparcó casi a la entrada -toda una suerte-, cerca del guachinche, para, más tarde, comer allí mismo. Y junto a su mujer, comenzaron su aventura dominical caminando entre las callejuelas hasta llegar al pasaje Banquitos y bajaron casi hasta el paseo La Cunilla, que es el que cruza el barranco de Igueste a través de las variadas parcelas sembradas hasta la otra parte de la carretera que da, prácticamente, a la parada de la guagua, donde comienzan, de nuevo, los recovecos y las escaleras hasta llegar a la plaza de la Iglesia de San Pedro Apóstol.

Pero mientras atravesaban el barranco se encontraron con don Julián, un hombre que se le veía modelado en la vejez por el sol y el arado, y que estaba regando su huerta plantada de papas y batatas, y que les saludó de la forma y manera tan agradable y educada que tan sólo tiene la gente del campo. La mujer de Pelicar aprovechó para sentarse a la sombra de un árbol que le parecía "raro" y cuyo fruto no conocía. Pero don Julián les informó de que se trataba del lichi, una fruta exótica procedente del sur de china, que tiene una pulpa blanquecina que sabe como a uva y que solo se cultiva en un par de lugares de la Isla. Pero también les habló de otros árboles frutales que por allí se daban como los mangos, la papaya -enormes, como pelotas de fútbol-, aguacates, plátanos, el mamey, una fruta riquísima procedente de Cartagena de Indias, o la guanábana que posee numerosos beneficios para la salud.

Mientras les enseñaba sus cultivos, se encontraron con don Juan, que venía de regar sus huertas y que se apuntó a la tertulia improvisada sobre el futuro que les aguardaba no solo a ellos, que ya habían pasado la edad de la jubilación y ahí seguían en sus quehaceres, sino que más bien se preocupaban por el futuro de aquellas tierras que, al parecer, nadie quería ya cultivar. Decía don Juan que ninguno de sus hijos quería saber nada de trabajar en el campo; aunque éste, en cierto modo, les hubiera dado de comer y pagado sus estudios. Era excesivo sacrificio, demasiado tiempo dedicado a una labor cuyos frutos, nunca mejor dicho en este caso, dependían de factores tan variopintos y volubles como el tiempo atmosférico, el agua, el precio del mercado, las subvenciones?; en definitiva, ya casi no existe cultura agrícola, la vocación se ha ido perdiendo conforme surge la comodidad y la seguridad que ofrece un salario fijo por un trabajo menos comprometido y sacrificado.

Es más, don Julián les dijo que él había renunciado a comprar tierras y que prefería ser medianero antes que hipotecar su vida y hacienda para trabajar unas fincas que luego nadie va a querer o que sus hijos las tengan que malvender. "Es una lástima, pero el campo se muere", lamentó don Juan. "De hecho -añadió-, la inmensa mayoría de los que nos dedicamos a la agricultura superamos los 60 años largos; por lo que no le doy más de unos diez o quince años para que todo esto termine desatendido; del total de la superficie cultivable de Tenerife, más del 60 % está abandonada".

Terminada la charla con aquellos agradables y atentos vecinos, se dirigieron hacia la iglesia de San Pedro, donde llegaron a tiempo para la misa del domingo. Una vez terminada la ceremonia, don Federico, su cura párroco, que también lo es de San Andrés, Valleseco y de San José de El Suculum, les informó de que, tras la remodelación del artesanado del techo, ya se habían terminado las obras del pintado de todo el exterior del templo, indicándoles que la factura -cuyo coste sufragaban todos los feligreses de forma voluntaria-, ya estaba a disposición del que quisiera comprobarla; y, de camino, se acordó de todo el árbol genealógico del que había pegado un pelotazo a la fachada lateral del templo dejando la huella del balón en ella. A lo que los feligreses respondieron al unísono: "Amén".

Para finalizar la excursión, y tras caminar mojándose los pies en la playa de El Llano, terminaron comiendo unos estupendos chocos a la plancha con papas arrugas y mojo verde en el guachinche Rincón de Anaga. ¿Qué más se puede pedir para una mañana de domingo?

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