Cuando el teatro era "un arma de paz" -decía el andaluz de altura que acaba de dejarnos- los espectadores de los dos mundos que "ávidos de otra vida descubrieron las claves hondas" del cante y el baile andaluz a través de un espectáculo que se erigió en la sorpresa y el éxito de la década. El responsable de ese logro -Salvador Távora (1934-2019)- murió el viernes, en el calor de los suyos, los de la sangre y el afecto, y desató la memoria marcada y agradecida de quienes aplaudimos su obra y le conocimos de cerca.

El creador de Quejío fue cuanto pudo ser un hombre con necesidad, ingenio y riesgo y, por probar oficio y suerte, llegó a torero, "con padrinos de lujo y breve fortuna". En 1971, con mucha aventura por contar, se empapó de los cantes por soleá del Papero y los fandangos amargos del Bizco Amate, armó una coreografía rotunda con aperos y metió el alma del pueblo llano en dos horas intensas, sonora y visualmente inolvidables.

La turné de España tuvo todas las trabas y trampas de la torva censura. En el otoño de 1972, en Tenerife, meta entonces de espectáculos comprometidos, se le cerró el Guimerá y se le abrió el Paraninfo universitario para los sorprendidos y afortunados espectadores que lo incorporamos para siempre a nuestro imaginario. Tres años después, en el Teresa Carreño -de la hoy arruinada y vigilada Caracas- recuperé las emociones laguneras y me reencontré con aquel artista expresivo y afectuoso que cosechó éxitos "en la patria chica y en las patrias nuevas".

Ese hito universal abrió las puertas de montajes que, sin renunciar a sus raíces ni al vehículo expresivo del folclore más rico y hondo de Occidente, dieron cuenta de los rumbos y sueños del pueblo llano, de la alegría corta y la pena larga, de la filosofía amarga que se escribe con la voz y con el cuerpo y que es común, con variantes puntuales, en cualquier lugar y cualquier tiempo donde habite la memoria. Ahora, Salvador está fundido con la tierra mientras suenan para siempre los ecos de sus coplas viejas y nuevas, claras como el agua y cerradas como las verdades del barquero: "Qué más da muerto que vivo / si te vienen a llorar / a las rejas de la cárcel / o a las puertas del penal. / Qué más da muerto que vivo / si te tienes que callar".