Juan Cueto murió esta semana en Madrid. Tenía 76 años. Desde hacía meses, quizá un año, había dejado de tener actividad pública, asaltado por la enfermedad y por la cirugía, y descansaba en una residencia de Madrid, adonde fui a verle en esos últimos tiempos de su vida fructífera y extraordinaria. Fue uno de los grandes hombres de la modernidad española, rompió los diques de su propia época y regaló a su alrededor conocimiento y riesgo, pensamiento y acción.

Dejó atrás una gran obra hablada y escrita. Fue tanto lo que aportó a los que tuvo a su alrededor que hablar de él es como referirse a un universo en el que sus destellos, como memoria o referencia, siguen marcando la vida como ilusión o como aventura.

Su desaparición significa el fin del símbolo de una época. Una metáfora difícil de definir porque tiene todos los contornos de lo extraordinario, ya que su figura representa las ilusiones de modernidad de una época y es triste considerar que ya esos tiempos son recuerdo, no estamos en la mejor época de la conversación española que él ayudó a representar, tampoco es tiempo de las mezclas culturales que preconizó, y sobre todo ya no es bienvenida la lectura como sustento del saber. Fue, esto es así, el hombre que ayudó a cambiar la conversación española, que transitó, gracias a él, de lo rancio a lo moderno a una velocidad de vértigo.

Juan Cueto rompió los moldes de la conversación española. En prensa, radio y televisión, en filosofía, en discusión privada y pública, en el comportamiento verbal de los universitarios y de los periodistas.

Hizo de su espontaneidad una forma de darle alegría al rigor, convirtió las invenciones contemporáneas en espejo de lo que fue, en el pasado, el núcleo del saber.

Su alegría se basaba en la combinación: en una fotografía republicada estos días se le ve rodeado de libros y periódicos. En medio de esa imagen, rodeando su figura de periodista contracultural, una radio último modelo resultaba el símbolo de otros artilugios (antenas parabólicas, tocadiscos, los últimos libros hallados en París o en Roma) que en su casa eran vecinos íntimos del diccionario Covarrubias.

No presumió nunca de nada, sino de inventar y de reír. Su carcajada era intelectual, pero sonaba como la de un joven universitario que no se tomara en serio la solemnidad de los profesores. Su diálogo con el pasado era platónico y aristotélico, y en Europa llegó a ser un gurú aceptado como contertulio de Enzensberger o Eco, ambos cultos representantes de una época que él quería mezclar con los monigotes del posfranquismo.

La mezcla fue su ambición, y por eso aceptó ser, en España, en Francia y en Italia, el que llevara la extraña invención de la televisión de pago como buena nueva de una nueva manera de mirar la caja que él sabía que no era tan tonta.

Mezcló los libros con el fútbol, con las artes visuales, e inventó también una combinación insólita, y exótica, la lentitud y la prisa. Él, tan apresurado e inteligente, importó de Italia aquella tendencia que recomendaba a los seres apresurados del tercer milenio a bajar el ritmo, conducir por caminos vecinales, tomar agua o tranquilizantes naturales para atenuar el ruido contemporáneo.

Además de todo esto, este gran personaje medieval y moderno, practicante asiduo de la sorpresa y de la alegría de vivir, de la luz de las noches, recreó para todos la energía. Energía para pensar, energía para compartir, energía para burlarse de la solemnidad contemporánea.

Puso tanto empeño como generosidad en todo lo que hizo que parecía que iba a ser inmortal. En cierto modo lo es, pues sus enseñanzas fueron tan extraordinarias que, mientras vivamos, los que lo escuchamos hablar y decir nunca dejaremos de decir que Juan Cueto no fue tan solo un gurú o un adivino, sino un ser múltiple que se hizo a sí mismo un monumento borgiano, un infinito ser humano que habita en nosotros y en todas partes.

Parece mentira un mundo sin Juan Cueto.