Recuerden aquellas elecciones europeas en las que Podemos dio la gran sorpresa. Imaginen que esa misma noche electoral hubiera salido Rajoy ante los medios de comunicación para denunciar la entrada en política de una extrema izquierda que ponía en riesgo a la democracia y llamando a la creación de un frente anticomunista.

Si nuestro inefable y ya amortizado Mariano Rajoy hubiera hecho algo así, no les quepa ninguna duda: le habríamos puesto a parir. Le habríamos colgado de los titulares de los periódicos por el cogote. Porque el argumento sería absolutamente insostenible. Puede que para algunos Podemos sea hoy un partido de extrema izquierda. Iglesias abandonó el proyecto más transversal que defendía Errejón y pactó con los comunistas españoles; está por el derecho a la autodeterminación de Cataluña; contra una democracia caduca heredera de lo que llama el régimen del 78; contra la monarquía española... En fin; un amplio catálogo que lo sitúa bastante más allá del socialismo. Pero es un partido que representa democráticamente la voluntad de millones de españoles. Intentar rechazar los resultados de las urnas sería inaceptable.

Desde esa óptica resulta muy llamativo que el PSOE y Podemos hayan untado como bálsamo sobre su herida andaluza -una pérdida importante de apoyos electorales- el discurso de cerrar filas frente a la extrema derecha como un peligro para la democracia. Y que PP y Ciudadanos, uno menos y otro más, estén coqueteando con la idea de crear un cordón sanitario en torno a los de Vox.

Esto es sencillo. La extrema derecha está imitando miméticamente la ola que una vez protagonizaron sus antagonistas. El descontento, el hastío, el cabreo y la indignación de mucha gente ha provocado otro tsunami como el que llevó a unos jóvenes y brillantes profesores universitarios a desembarcar escandalosamente en la política española. Los nuevos partidos ya son parte de esa "casta" que fue castigada de forma brutal por un electorado tan volátil como imprevisible. Sólo se salvó Ciudadanos, que como no se moja en nada sigue asombrosamente seco en medio del diluvio.

La política en España se polariza. ¿Qué esperaban después de insultarse mutuamente, de escupirse en el Congreso, de ofrecer cada día el espectáculo de serrín y estiércol en que se ha transformado la vida pública? ¿Qué esperaban si lo que la gente observa es que los partidos se han convertido en una agencia de colocaciones y el poder en un juego irresponsable? Todo en España y Europa huele a naufragio y a desorden. Hay que reinventar el Estado del bienestar, que se ha convertido en un malestar generalizado. Lo hemos visto con esa amalgama que son los "chalecos amarillos": gente que protesta en una de las sociedades más protectoras y sociales del mundo. Los grandes partidos políticos, los nuevos y los viejos, están dejando de representar a los ciudadanos que les votan para convertirse en aparatos ideológicos al servicio de sus dirigentes. Esa y no otra es la gran crisis del siglo.