Tal vez sea Carlos Quintero el investigador que más haya incidido sobre las múltiples cuestiones, tanto históricas, costumbristas, legendarias, geográficas, de la flora y fauna que durante siglos han impregnado la historia de nuestra isla herreña. Sus libros, escritos con un cuidado literario exquisito y original, no le supusieron dificultad alguna porque se entusiasmaba con cualquier descubrimiento que lograra, abarcando desde la vertiente sociológica-convivencial hasta desgajarnos con minuciosidad la morfología botánica de la hierba pastel.

La isla de El Hierro constituyó un desvelo inusitado en aras de entresacar y revitalizar, a través de la memoria, acontecimientos históricos que tuvo que buscarlos no solo en los viejos cajones de aquellos que se los suministraban, sino que, además, muchos de sus apuntes, los más recientes, fueron retazos plenamente estudiados de una vida dedicada a su isla.

Éramos de distintas generaciones, el se había ido a Madrid a desarrollar sus estudios sobre Geodesia, mientras yo en El Hierro estudiaba Bachillerato en la academia de la maestra doña Inocencia, para una vez terminado viajar a Salamanca a adentrarme en los vericuetos de la Medicina. Pero como teníamos la misma dedicación por saber más y más de la Isla, nuestro encuentro fue satisfactorio y estimulante, más por mi parte, porque encontré en sus conversaciones y en sus libros lo que no hubiese conseguido quizás en toda una vida.

Carlos nos regaló su sabiduría, no teniendo reparo alguno en indicarnos el camino que había seguido para dar con este o aquel episodio de la vida herreña, constituyéndose en uno de aquellos personajes en cuya búsqueda, a pesar de la distancia que nos dispuso la vida, intenté en un momento determinado ir, para poner oídos a su conversación sabia y pausada, desde su casa en La Caleta o en la distancia de Arenas Blancas, que veíamos a los lejos desde la terraza del Hotel Balneario del Pozo de la Salud e intuyendo a nuestras espaldas los Roques de Salmor o el mirador de Bascos y, más recientemente, cerca de su casa en Santa Cruz, en la plaza de la cafetería El Águila, donde nos refirió el proyecto del nuevo libro que iba a iniciar sobre personajes herreños.

La isla de El Hierro era protagonista obligada en nuestras conversaciones y, a pesar de la distancia, la preocupación hacia ella era una constante, porque la Isla nos atrae, nos enamora, quizás porque desde la lejanía reactiva una nostalgia imperecedera en la búsqueda de nuevos encuentros.

Carlos, con la sencillez de una juventud que no perdió a pesar de sus 91 años, es un referente obligado para la isla de El Hierro y, sobre todo, para mí al desbrozar un sinfín de acontecimientos históricos que se mezclaron con una amistad tardía, pero reconfortante, amistad que hace que esté en el catálogo de mis personajes herreños preferentes, y la Isla seguro que asimilará que fue también su valedor por el trabajo desinteresado por sacar a la luz viejas historias que servirán para ir recomponiendo un nuevo espacio de los que en ella viven y trabajan y de los que desde lejos la anhelamos, como Carlos Quintero: un buen amigo y mejor herreño.