Manhattan es una península de Nueva York, la propia ciudad es un mundo en sí mismo, con su administración y su variedad, de culturas y de cultos, y los alrededores constituyen una frontera amplísima que se extiende por un país entero que llamamos Estados Unidos. Nueva York es una capital con sus propias provincias, es decir, es lo que se llamaría un estado, no solo una parte de un todo, sino un todo en sí mismo.

Ese todo se encierra con sus enormes edificios, sus museos no tan viejos pero sí envejecidos, con sus centros culturales magníficos, sus bibliotecas como de fábula, sus iglesias arcaicas pero de hace cuatro días, o dos siglos. Las calles de Nueva York son, también, nervaduras que se entrecruzan para dar la impresión de universo infinito.

Y hay un momento, bastante abrupto, en que Nueva York se acaba. Esa ciudad que parece infinita, inacabable, te da noticia de que ya deja de existir. Es cuando se hace evidente la frontera. Se acaban las obras y los ruidos, se interrumpe sin más el espacio ocupado por el sonido del siglo XXI y ya Nueva York es el inmediato pasado, o el pasado más remoto, que deja de existir como una fascinación, con su magia hipnótica arrumbada en un baúl en el que se han quedado también nuestras percepciones como parte de lo perdido que tiene la memoria de cualquier descubrimiento.

Esta sensación se me produjo esta semana cuando hice un viaje a Princeton y, por tanto, debí dejar la gran manzana que tiene su centro cultural en Manhattan, emblema del siglo XXI, con sus desastres y sus glorias, y me adentré en la provincia. Me había pasado en 2005, cuando dejé el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy para viajar hasta Woodstock, en busca de mi amigo Peter Mayer, legendario editor a quien, ay, ya no podré volver a ver en su casa en un sótano de Nueva York. En aquella ocasión un taxista chino me llevó hasta la sede más famosa de un festival de música; perdido el chino en los vericuetos del mapa, sollozó, rabió, giró mil veces sobre sí mismo, como si fuera culpable único del extravío, y me dejó finalmente ante una casa que no era la que buscábamos. Sin embargo, como si se hubiera producido un milagro, toqué con los nudillos en la puerta vieja, salió un hombre robusto que no era Peter Mayer y me dijo que, precisamente, la persona a la que buscaba con afán, el famoso editor, estaba allí dentro, cenando. Quien me abrió la puerta y me hizo ese anuncio era Milton Glaser, el más famoso diseñador de la ciudad de Nueva York, el que diseñó su logotipo más moderno, I Love New York.

Woodstock está en el confín de una de las fronteras de Nueva York, y Princeton lo está también. Princeton acoge una de las mejores universidades clásicas del mundo; aquí estudian cuatro mil estudiantes que acuden (yo lo vi) a seminarios muy reducidos en los que hacen la celebración del conocimiento sin someterse a estrecheces de aulas superpobladas; los restaurantes y los cafés son sedes tranquilas de intercambios que combinan jóvenes alumnos con veteranos premios Nobel, y la atmósfera es pueblerina y culta, como una biblioteca en un desierto verde. Antes de llegar a Princeton, como me pasó cuando viajé hasta Woodstock hace más de diez años, lo que observé fue la larga frontera deshabitada que rodea Nueva York y prolonga su suelo. Me fascina ese final del ruido, ese recogimiento casi eclesial, como prehistórico, que prosigue el trazado de la ciudad hacia la nada de sus rudimentarias llanuras, de sus suaves montículos, de sus casas envejecidas en la pradera sobre las que fueron construidas.

Otro día fui a Brooklyn. Una ciudad vieja de no más de un siglo, una biblioteca fastuosa, una catedral que sobrecoge. Y, en este caso, la prolongación más tranquila de la ciudad de Nueva York, donde se concentra el mayor cúmulo de gigantes construidos que pueda concebirse.

Nueva York para amarlo hasta cuando no existe.