Asumo mi incapacidad para la profecía, pero la baladronada que tiene al país en ascuas me dio la razón, que no la satisfacción, en un augurio. Lo apunté tras la decisión de llevar al Pleno de la Sala de lo Contencioso Administrativo la revisión de un fallo que favorecía a ocho millones de ciudadanos con hipoteca frente a las entidades bancarias que, en adelante y con efectos retroactivos, deberían pagar el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados. El 24 de octubre escribí: "La decisión que adopten los treinta y un magistrados el próximo 5 de noviembre, sea la que sea, dejará vencedores y vencidos y ruidosas y sibilinas muestras, protestas y excusas públicas, por el interés de las partes y la torpeza o malicia del episodio".

El presidente Luis Díez-Picazo, nombrado con resaca, desautorizó a sus colegas apoyado por quien lo aupó a su puesto que, eso sí, luego pidió perdón por la torpeza y el bochorno creado con la inusual medida. Tras largas deliberaciones, e incidencias nada claras, una mayoría pírrica -que, después de cambiar de voto, sumó al voluble magistrado- decidió dejar las cosas como estaban; es decir, ganaron los bancos.

Por el desconocimiento de las causas que se instruían en su sala, se esperaba cualquier acción del indolente magistrado, siempre respaldado por su protector, el presidente del CGPJ. Y la tuvo, dio un giro copernicano respecto a sus primeras votaciones y lideró la mayoría -15 a 13- que dio la razón a los bancos.

En medio del incendio, uno de sus pirómanos culpó a los defectos e insuficiencias de la ley del polémico veredicto, criticado desde todos los sectores políticos y sociales y contestado con manifestaciones anunciadas en todo el territorio nacional. (Para cierta tranquilidad de los vencidos, que ya invocan las instancias judiciales europeas, el presidente Pedro Sánchez anunció el inmediato cambio de la normativa).

Con el crédito del tercer poder del Estado bajo mínimos, el amortizado Carlos Lesmes -cuya cabeza tiene multitudinaria y clamorosa petición- manifestó, con arrogancia, que "estas son las reglas de juego de nuestro Estado de derecho. La postura de todos los magistrados es completamente legítima". Existen reglas no escritas, pero imprescindibles en democracia para, en situaciones insostenibles, dimitir por dignidad y estética y quien no lo entienda, además de demostrar la carencia de esos valores, perjudica a la sociedad a la que debe servir.