No son las cloacas. Son las arterias y las venas del cuerpo del Estado que se ha construido por la partitocracia española. Las grabaciones que escuchamos en esta novela por entregas -y las que faltan por salir, si es que las dejan- demuestran fehacientemente que la manera de hacer política en nuestro país se ha convertido en la extinción de los adversarios e incluso los rivales internos a través de la revelación de conductas impropias, cuando no simplemente delitos.

Algo está rematadamente mal cuando en una conversación con jueces, fiscales y policías uno de ellos presume jocosamente de que ha montado una red de prostitución para conseguir, por vía vaginal, información sensible de los incautos clientes que, en el proceso del supuesto "ligue" o en el dulce sopor postcoital, sueltan por esa boca para presumir de lo importantes que son. Y cuando esa revelación lo que produce, en los profesionales de la justicia, son chascarrillos y risas.

Algo está mal cuando los partidos políticos crean redes clientelares de poder para escudriñar las influencias familiares de los que han estado en el poder, para intervenir ilegalmente conversaciones que puedan revelarles los puntos débiles de un adversario determinado. Algo está simplemente podrido cuando los procedimientos judiciales se convierten en un instrumento que es una extensión del enfrentamiento electoral, siguiendo aquella frase de Clausewitz de que la guerra es la continuación de la política por otros medios.

Todo esto se está exponiendo, como las tripas abiertas y malolientes de la política española, ante los ojos de la sociedad sin que pase absolutamente nada. Porque aquí también interviene la estrategia de la que hablaba Felipe González: esa de... "y dos huevos duros". El "y tu más" que convierte a todo el mundo en víctima y culpable al mismo tiempo.

La frontera entre el mundo arbitral, neutral e independiente de la Justicia y la política se ha desvanecido, con las idas y venidas de unos y de otros entre esos dos poderes que deberían ser distintos y distantes. Hasta tal punto que sólo alguien muy ciego puede negar a estas alturas las mutuas influencias de esos dos mundos se han desdibujado hasta parecer casi la misma triste cosa.

En un país que padece una crisis territorial endémica y una discusión creciente sobre el modelo de Estado, lo peor que podría ocurrir es esa falta de credibilidad de las instituciones convertidas en un botín de guerra para retorcer sus cometidos y dirigir sus actuaciones específicamente al beneficio partidario. Eso es justo lo que se está revelando ante la pasmosa indiferencia de una sociedad que parece admitir sin demasiado escándalo que cada día se descubra el lado más oscuro de lo que se cuece en la tramoya privada de la vida pública.

Los partidos políticos en España se están suicidando con todo éxito. Y cuando se pregunten cómo es posible que el populismo extremista esté ganando cada vez más adeptos sólo tendrían que escucharse a sí mismos atentamente. En las cintas de Villarejo.