Hace pocos días, presenté en La Orotava "Balcones tradicionales de las Islas Canarias", libro de Tomás Méndez, quien lo publicaba "para dar a conocer a los amantes de nuestras tradiciones la arquitectura rural de nuestros pueblos". Pues bien, aprovecho la maravilla de que una persona de noventa años se embarque en esta aventura literaria para ahondar en el trinomio educación, cultura y libertad.

Porque una de las tareas intelectuales más urgentes es la de volver a conectar al ser humano con sus raíces culturales, para sanar al hombre sin atributos, como lo designaba Robert Musil, para rescatar a ese ser humano poco consistente que tanto abunda hoy, que sigue la conducta de la mayoría solo porque lo hace la mayoría. Y porque sin una honda formación, la libertad deviene en sometimiento bajo las tendencias mayoritarias del momento y en adicción hipnótica ante los anuncios televisivos seductores.

El honrado pensador postmoderno frances, Gilles Lipovestky, confirma en su obra reciente "De la ligereza" el empobrecimiento de la libertad sin raíces, al plantearse esto: "¿Qué entiende el visitante hipermoderno cuando ve obras medievales o renacentistas? Le gustan o no le gustan y eso es todo, dado que no dispone ya de referentes de la cultura cristiana y antigua que le aclaren el sentido". Se queda todo, entonces, en una simplona experiencia estético-hedonista.

En este punto, mi coincidencia es total con la aclaración de nuestro Ortega y Gasset: "No se crea por esto que soy de temperamento conservador y tradicionalista. Soy un hombre que ama verdaderamente el pasado. Los tradicionalistas, en cambio, no le aman (sic); quieren que no sea pasado, sino presente. Amar el pasado es congratularse de que efectivamente haya pasado, y de que las cosas, perdiendo esa rudeza con que al hallarse presente arañan nuestros ojos, nuestros oídos y nuestras manos, asciendan a la vida más pura y esencial que llevan en la reminiscencia".

Se trata de educar a los hijos y dotarlos de una cultura que les permita pensar con libertad, para que sean capaces de comprender sus raíces, su conexión con las generaciones anteriores y para que, a partir de ellas, sepan interpretar el mundo actual de manera crítica. Porque si no son sus padres los que les proporcionan esa comprensión de lo humano, lo harán los anunciantes u otros colectivos sociales de modo interesado y manipulador.

Concretando: hay que aspirar a que un chico o una chica de quince o dieciséis años conozca algunas de las leyendas clásicas, sepa quién es Ulises, Aquiles, Penélope, Polifemo, Antígona, Prometeo, Narciso, etc. O al menos, que sepa quiénes son algunos de ellos. Igualmente, que hayan oído las historias llenas de sabiduría y espiritualidad de la Biblia: Adán y Eva, Caín y Abel, Noe, Moisés, Jacob, la venta de José a los egipcios, David y Goliat, los Macabeos y, por supuesto, los hechos y las parábolas, las enseñanzas y la vida de Jesús de Nazaret.

Y más: intentar que el ambiente familiar sea propicio a la música, a la poesía, a la literatura contemporánea y clásica, al teatro o a las exposiciones artísticas. Sin esto, no se formarán personas con el peso intelectual suficiente para manejarse por el mundo complejo que tendrán que afrontar, y tampoco tendrán sensibilidad para la belleza.

Superado ya el fracaso del racionalismo, que mitificó el Progreso aparejándolo erróneamente con la mejoría moral -despreciando, por ello, el saber recibido de las generaciones pasadas-, hay que realzar el amor a la sabiduría y a nuestra herencia intelectual. Sin esto, los jóvenes resultan como patéticos peleles manejados por las modas intelectuales.

Qué bien sabía Juan Ramón Jiménez que la libertad se encuentra intrínsecamente entrelazada con el conocimiento de nuestras raíces culturales: "¡Sí, cada vez más vivo / -más profundo y más alto-, / más enredadas las raíces / y más sueltas / las alas! / ¡Libertad de lo bien arraigado! / ¡Seguridad de infinito vuelo!»

@IvanciusL