Ayer se aprobó, ante la feliz ignorancia del pueblo de Canarias, un nuevo Estatuto de Autonomía que profundiza en el autogobierno de las Islas de una manera que sin exageración alguna puede calificarse como un paso más hacia un especie de estado federal. Como sucede con todas las grandes leyes estructurantes y frente a los pomposos discursos oficiales, no es ni buena ni mala, sino todo lo contrario. Es decir, será lo que los propios canarios seamos capaces de hacer con nuestras nuevas responsabilidades.

Estas islas tomaron una importante decisión hace muchos años, cuando renunciaron al librecambismo para integrarse en el cordón aduanero comunitario. En ese momento decidieron ser parte de un gran mercado del que se encuentran situadas donde el demonio perdió sus cuernos. No fue gratis. Para Canarias esa decisión suponía renunciar a la libertad comercial y encarecer su vida. Por eso se le ofreció el oro y el moro en una serie de ayudas, inversiones y fondos de cohesión.

El modelo que se consagró se basa en la consideración de esta región como un territorio desvalido. Se nos dejó seguir recaudando nuestros propios impuestos -el IGIC- que no van a parar a la caja común del Estado. Se nos permitió tener una fiscalidad indirecta (al consumo) más reducida que la europea. Y se contempló la existencia de una serie de subvenciones destinadas a compensar los costes de la lejanía y la insularidad, mil millones para la factura eléctrica o cuatrocientos para el transporte de viajeros y mercancías.

La experiencia de la crisis económica demostró lo que puede ocurrir cuando uno es un dependiente. Cuando el que paga cierra el grifo empiezan los problemas. Los recortes que se derivaron de la austeridad no distinguieron entre territorios pobres y ricos y Canarias se empobreció de una forma asombrosa. Se registró la mayor diferencia -casi veinte puntos- entre la renta disponible por habitante en las Islas con respecto a la media peninsular. En solo tres años, desde 2015 hasta hoy, según el INE, nuestra comunidad ha vuelto a recuperarse hasta acercarse a esa media, disminuyendo la brecha.

Un autogobierno inteligente tendría que apostar por una mayor independencia económica de las Islas. La gran asignatura pendiente de Canarias es transformar la cultura del subsidio en un subproducto político, en un plus en decadencia de una sociedad que fuera capaz de vivir, de forma inteligente, de sus propios recursos, de tal manera que los vaivenes de las ayudas no fueran determinantes en nuestra prosperidad. El nuevo Estatuto y la nueva Ley de Régimen Económico y Fiscal son dos herramientas que nos pueden ayudar en esa transformación. Pero depende más de lo que la propia sociedad canaria sea capaz de hacer con sus riquezas potenciales. Esa sociedad que no se ha enterado de lo que se está aprobando y a la que nadie ha informado de los retos a los que se enfrenta. Por eso tengo escasa confianza en que hagamos esa gran revolución pendiente.