Quizá sea porque desde siempre me he alejado de las relaciones familiares relativamente directas, pero no por ello dejo de manifestar mi desconcierto cuando hace unos pocos días un descendiente de Agustín de Betancourt y Molina recogía, de manos de nuestro presidente insular, Carlos Alonso, su acreditación de Hijo Ilustre de Tenerife, y más concretamente del Puerto de La Orotava, su lugar de nacimiento.

Puestos a recordar y sacar a la luz el historial familiar, ocurre que en mi caso nunca había prestado la más mínima atención a la honorable trayectoria intelectual del ingeniero tinerfeño, que llegó a la categoría de mariscal y trabajó para el zar Alejandro I. No hace aún mucho tiempo ardía en San Petersburgo su famoso picadero de caballos de doma española, mientras que el resto de sus obras siguen felizmente presentes en la geografía de la ciudad. Inventos que siguen miniaturizados en la casa Elder de la vecina Gran Canaria, mientras que aquí no se le presta la más mínima atención a su sabia trayectoria. Un hombre que con veinte años abandonó la Isla para incorporarse al servicio de la Corona y abogar por la creación de la primera escuela de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos. Pero no se estableció con carácter fijo en Madrid, sino que viajó a París para hacer amistad con Breguet, el famoso relojero, para más tarde trasladarse a Inglaterra, para intercambiar conocimientos con James Watt. Pero no acabarían aquí las creaciones de Agustín, pues fue el diseñador de la primera máquina de vapor conocida, siendo fundador del Real Gabinete de Máquinas.

Incorporado en Rusia al servicio del zar Alejandro I, fue el artífice de toda la transformación urbana de la ciudad, erigida en honor del zar Pedro el Grande. En estas circunstancias ideó, aprovechando la energía de la corriente del río, un sistema de esclusas para canalizar el caudal que circulaba bajo los puentes de la ciudad, donde fundaría también la Escuela Universitaria del mismo nombre.

Poco más puedo añadir, pese a que conservo dos fotografías del sepulcro del célebre ingeniero, tío carnal de mis tatarabuelos paternos Antonio y Leonor, pues ambos, y respondiendo a la pregunta que me hizo el tomador de la acreditación de Hijo Ilustre, llevan en su nombre y como segundo apellido el Betancourt que los convierte en descendientes directos del famoso científico e inventor, orgullo de Tenerife, más reconocido fuera de sus fronteras que en su propio lugar de nacimiento, haciendo el triste honor al refrán de que "nadie es profeta en su tierra".

Concluyo con mi reconocimiento al Cabildo Insular por el otorgamiento de Hijo Predilecto, recogido por uno de sus descendientes, que tuvo más oportunidades que uno mismo para glosar la figura del personaje, que hoy se yergue en el frontal de la iglesia de la Peña de Francia en el Puerto de la Cruz o de La Orotava.

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