Hace unos días se fue un amigo mío para Cuba y le pedí si me podía llevar un pequeño paquete, sin ningún compromiso, para hacérselo llegar a Tomás y su familia, a los que conocí, casualmente, en una surrealista y "tormentosa" situación en el centro de la mayor de las Antillas.

En uno de los viajes que hice a la "Perla del Caribe", estando en La Habana, tanto el noticiero como todos los habaneros decían que entraría un frente frío y que se avecinaba una tormenta que atravesaría la Isla de oriente a occidente. Se esperaba que las inclemencias meteorológicas fuesen notablemente fuertes y este hecho alertaba, a la par que apasionaba a los cubanos, un pueblo que vive pendiente del tiempo y que es amante de la meteorología como nadie en el mundo. Yo ya tenía todo preparado para irme hacia el centro del país y por más que el presidente de la Asociación Canaria me pidió que no fuera, no hice el menor caso y me aventuré a la carretera. Siempre pensé que las suyas eran simples exageraciones caribeñas.

Cuando me encontraba ya en las ocho vías (así se llama la carretera que une diferentes provincias de Cuba y que en la época de la Guerra Fría sirvió de aeródromo) me paró la policía para comunicarme que se esperaba una tormenta y que no era aconsejable tomar esa ruta. Otra alerta en mi camino, pero para poder seguir hacia mi destino les dije que me quedaba en Jaguay Grande, que estaba a unos escasos kilómetros; y así poder esquivar unas cuantas preguntas más.

Seguí con mi idea inicial, obviando los avisos que me habían dado, y cuando estaba entrando en la provincia de Villa Clara comenzó a llover. Imaginé que era de estas lluvias tropicales que no tardan en calmarse. En Cuba, de repente, llueve a cántaros y a los diez minutos cesa y aparece un sol inclemente, "¡Pa'' más calor!" como suelen decir los cubanos.

Crucé toda la provincia de Villa Clara y, cuando salí de Sancti Spíritus, arreció la tormenta. Ahí empecé a preocuparme. El cielo estaba encapotado de un color gris marengo, tirando a negro. Empezó a relampaguear de una manera inclemente y, ya, llegando a Majagua (en el corazón de Cuba), tuve que detener el coche porque era tanta el agua, los truenos, el viento y los relámpagos, que me aparté a un lado de la vía. El agua corría por toda la carretera con tanta virulencia que incluso movía el vehículo. Justo debajo de unas palmeras detuve el coche, resguardándome de la tormenta.

De repente, apareció un hombre montado en un caballo que apenas distinguía. Comenzó a hacerme señas y aspavientos para que me fuera urgentemente de allí. "A trancas y barrancas" pude sacar el coche de alquiler de aquel pantanal y conseguí descifrar que, con sus indicaciones, me estaba alertando que debía seguirle porque corría serio peligro.

Lo seguí conduciendo muy lentamente, apenas a 10 kilómetros por hora, ya que la visibilidad era nula de tanta lluvia. Llegué a una casa bastante humilde y me invitó a que entrara. Ya cuando pudimos vernos las caras, Tomás, que así se llamaba este gentil caballero, me dijo que había cometido una gran imprudencia: "Jamás se puede detener un coche debajo de un palmeral porque un rayo podría carbonizarte". Y, además, podía haber crecidas en la balsa que tenía a escasos metros de esa humilde vivienda. En ese momento me arrepentí de no haberme quedado en La Habana y hacer caso al parte meteorológico y a todos aquellos que me alertaron de que se avecinaba una fuerte tormenta.

Tomás me recalcó que era imposible, con ese tiempo, poder continuar el viaje y no dudó en invitarme a que pasase la noche en su casa. No tuve elección, estaba en el centro de Cuba bajo una inclemente tormenta, y me habían tendido la mano con la solidaridad y hospitalidad que caracteriza al cubano. En la casa vivían Tomás, su esposa Cecilia y su hija Bárbara.

Una vez pasado el susto, Tomás y Cecilia me contaron que su familia estaba compuesta por ellos dos y tres hijos. Dos varones que estaban fuera (los cubanos para referirse a los que están en Estados Unidos dicen que "están fuera") y la hembra, con el nieto, que vivían en su casa. Me contó toda su historia, abriendo el libro de su vida a un visitante al que habían recibido para dar cobijo durante la tormenta. Agradecido, atendiendo a cada palabra que me contaban, compartí con ellos un inolvidable momento. Lo más emocionante sucedió cuando le dije que era de Canarias. Tomás al escucharlo sacó una foto de su padre, ya fallecido, y me relató que era de Tijarafe, en la isla de La Palma. "Falleció aquí y nunca viró a su tierra", sentenció el anfitrión.

Sin electricidad, con una hornilla de queroseno, y con todos los apaños que pudieron, hicieron una cena digna del mejor gourmet. Arroz blanco, yuca frita, frijoles negros, una carne jamonada con una salsa de tomate, sencillamente gloriosa. Pese a la inclemente lluvia no lo dudé y salí al exterior para tomar unas botellas de vino -que eran obsequios para otras personas pero no llegaron a su destino- que tenía en el maletero del coche. Las abrieron dándole golpes con un paño para sacarle el corcho (no había sacacorchos pero les sobraba ingenio) y también puse en la mesa unos polvorones que compré en las tiendas libres de impuestos del aeropuerto Adolfo Suárez.

A la velada se unieron unos vecinos y, al final, entre truenos, relámpagos, lámparas de petróleo y una lluvia que no cesaba, nos dimos cuenta de que éramos de una misma estirpe. De una misma raza. De un mismo sentimiento y de una misma bondad.

Hablamos de mil historias. Me preguntaban de todo. Me hablaban de "las Islas" y lo que les contaba su padre en las largas tardes cubanas. De los isleños, del tabaco, de lo que su padre había traído desde La Palma. Cuando hablábamos de política, las voces bajaban el sonido como si alguien ajeno al grupo pudiese escuchar. Sin duda alguna, Tomás fue una auténtica aparición.

Y seguimos hablando hasta que el sueño me venció. Quizá por la tormenta, quizá por aquel ron casi casero. Cecilia me dijo que dormiría en la habitación de los hijos que "estaban fuera", Lenin y Carlos Ernesto. La habitación estaba tal cual la dejaron ellos. Un dormitorio totalmente rural, humilde. El sueño fue profundo y, como canto de cuna, tuve el sonido de la lluvia en las planchas de zinc.

Al siguiente día me despertó un olor penetrante a café recién hecho y ya me levanté. Estaban todos en la cocina -que no estaba en la casa sino en un habitáculo aparte con un patio de por medio-, disfrutando de una nueva jornada. Me informaron de que Tomás había ido a buscar un "puerco" para almorzar y yo les dije que me tenía que ir. "Oiga caballero, que usted no le puede hacer eso a Tomás", me replicó Cecilia.

Otro vecino cogió su caballo y fue a buscar ron y refrescos. Me llevaron a casa de otra vecina, que era la única que tenía teléfono para que me permitiese llamar a La Habana y que no se preocuparan. Me dijo que no había línea, por lo que decidí irme después de comer.

Nos despedimos. Recuerdo que me dieron guayabas para el camino, aunque solo tuviese que recorrer los 20 kilómetros que me separaban de mi destino, Morón. El coche quedó impregnado, hasta que lo entregué, del penetrante olor de esta fruta que, prácticamente, se da de manera salvaje en Cuba.

Cuando llegué a Morón estaban esperándome todos los canarios, muy preocupados porque "no sabían nada de mi" y solo tenían noticias de que había salido de La Habana.

Cuando hice el viaje de vuelta, ya sin temporal, me detuve en casa de Tomás y de Cecilia para agradecerles todo lo que habían hecho. Un ritual que he repetido en otros viajes por la zona. Una parada obligatoria, un alto en el camino en su casa. "Te estábamos esperando", reconoció con una sonrisa Cecilia.

Hoy, de vez en cuando, nos enviamos correos electrónicos a la dirección de su hija Bárbara. El 15 de agosto llamo a Tomás (ya tiene teléfono en su casa) para felicitarle por su cumpleaños y también nos comunicamos en fin de año compartiendo los mejores deseos.

Cuando me entero de que alguna persona conocida viaja a Cuba, y va al interior de la Isla, les mando un paquete que siempre lleva polvorones "La Estepeña". Bárbara, la hija de Tomas y Cecilia, leyó la noche de la tormenta el paquete y dijo con una mirada sorprendida: "¡Mira, mamá, polvorones La Estepeña, de España. ¡Yo jamás había probado esto!".

*Vicepresidente y consejero de

Desarrollo Económico

del Cabildo de Tenerife