Como ya se sabe, el tema del desempleo preocupa mucho a los partidos políticos. Les preocupa que haya miles de trabajadores en paro y les preocupa también que ellos mismos puedan acabar perdiendo el puesto de trabajo. Porque la política, para muchos, se ha convertido en una larga y feliz profesión que se extiende a lo largo de toda una vida.

Así que no es extraño que se vuelquen en la lucha contra el desempleo. Y dentro de los éxitos hay que destacar el aumento de la plantilla del Parlamento de Canarias en quince escaños. El nuevo Estatuto de Autonomía prevé la existencia de setenta y cinco representantes de los ciudadanos para mejorar la proporcionalidad entre la cantidad de votantes y la cantidad de electos. Eso dicen. De momento y para las próximas elecciones -si los plazos les salen bien- habrá diez nuevos diputados.

La relevancia de cualquier trabajo no debiera ser lo que cobra el trabajador, sino lo que produce. Por eso, los sueldos públicos se prestan a tanto vacilón. Hay gente que no pega ni chapa y que cobra lo mismo o más que el de la mesa de al lado, que se mata a trabajar y a resolver problemas. Pero la productividad es una palabra maldita en el sector público. Y si pones el foco en los parlamentarios, ni te cuento. Los diputados canarios -que se acaban de subir los sueldos como los restantes trabajadores públicos un 1,75%- cobran, entre pitos y flautas, cinco mil euros al mes. No está nada mal.

Lo que se trasluce de su trabajo no alienta precisamente ni al aumento de plantilla ni al aumento de las retribuciones. Porque da la sensación de que las cámaras legislativas en general y la nuestra muy en particular son más un gigantesco plató de producción de titulares para los medios de comunicación que de una factoría de soluciones al servicio de los ciudadanos. Sé que a algunos les duele, pero es la puñetera realidad. La mitad más uno de los debates en que se ocupan y preocupan sus señorías son improductivos e intrascendentes. Y su única vocación es la exhibición de una oratoria de hojalata, pomposamente confrontada.

Lo de las preguntas parlamentarias, por ejemplo, es una escandalosa muestra de frivolidad que ocupa a unos y otros en cosas absolutamente inútiles que a veces rozan lo grotesco. En este país, aunque parezca mentira, hay diputados que han preguntado al Gobierno -al de Rajoy, en paz descanse- por cómo intercede Santa Teresa de Jesús por España. Y por mucho que se trate de una tomadura de pelo o una provocación parece una falta de respeto a los contribuyentes. Igual que preguntar por "el papel de la Virgen del Rocío en la salida de la crisis económica". O pedir información sobre "las características de la colonia de ratas que se comen los cables de la señalización" en la red ferroviaria peninsular. Descartado que en los pasillos del Congreso haya plantaciones de marihuana, la única explicación de este tipo de preguntas es que hay gente que se toma muy poco en serio su trabajo.

Muchos diputados justifican su paso por el Parlamento por el número de preguntas que realizan a lo largo de una legislatura. Son iniciativas que amargan la vida a funcionarios de los departamentos gubernamentales dedicados a contestar cuestiones carentes de relevancia práctica. Los temas son tantos como la imaginación del parlamentario sea capaz de abarcar; desde las medidas para el impulso de la batata a determinar el censo de gallinas camperas autóctonas existentes en Canarias. Y cuando se acaba el recurso de las preguntas siempre queda el refugio de las proposiciones no de ley, que son acuerdos que aprueba el pleno del Parlamento y que comunica al Gobierno para que este, gentilmente, se las pase por ese lugar donde la espalda pierde su honesto nombre.

Esta semana hemos visto un capítulo especial de Walking Dead, en su versión española. El expresidente Aznar compareció llamado por la comisión que investiga la financiación ilegal del PP. La inefable torpeza de la oposición le volvió a dar al expresidente la oportunidad de salir en todas las televisiones del país ejerciendo de lo que siempre ha sido: un pésimo orador con dientes muy afilados. La presencia de Aznar no sirvió para nada. Absolutamente para nada. Fue solo un circo en el que cada cual intentó sacar la mayor tajada mediática. Un espectáculo electoral, pagado con el dinero de todos los ciudadanos españoles, en el que todos se montan su numerito de cara a la galería. Un circo. Eso es justo en lo que se ha convertido la política en este país, con la complicidad necesaria e imprescindible de las empresas de tratamiento de residuos sólidos antes conocidas como medios de comunicación.