En cada parroquia o ermita, capilla o templo conventual, un crucificado, vivo o muerto, grande, pequeño o mediano bautiza el recinto religioso, la calle, el barrio, el pueblo o la ciudad. En cada isla, una advocación mariana se eleva sobre las demás y se erige en la dulce y suprema jerarquía dentro de sus fronteras.

Esa regla general del matriarcado tiene, sin embargo, una gloriosa excepción masculina, una talla de roble de Flandes, de alto valor artístico y un referente histórico del mayor crédito, venerado día a día en su Real Santuario, anejo al extinto convento franciscano de San Miguel de las Victorias y, a la par, en todos los rincones de nuestra fragmentada geografía.

Su historia tiene tan fundada documentación como extensa leyenda; llegó a La Laguna en 1520, después de su paso por varias ciudades europeas, abierto en Venecia que era entonces el gran mercado del arte flamenco en el Mediterráneo; Barcelona y, después, Sanlúcar de Barrameda -en cuya capilla de la Vera Cruz recibió culto- fueron las últimas etapas antes de su entronización en el cenobio fundado por Fernández de Lugo.

Reconocido su indiscutible origen flamenco, desde siempre se debatió sobre su autoría; se habló de escultores anónimos de los Países Bajos del Sur, posiblemente de Amberes; y, también, del círculo de artistas nórdicos radicados en Andalucía, donde trabajaron para la espléndida catedral de Sevilla y los templos del territorio más próspero del reino, puerto de salida y retorno de las travesías atlánticas. Durante unas décadas se asignó a la gubia de Jorge Alemán (autor del retablo mayor de la seo de Heliópolis) y, a principios del siglo XXI y por Francisco Galante, al misterioso Louis Van der Vule, responsable según este especialista de una obra única.

Ayer, y custodiado por la multitud de siempre, recorrió las calles de la ciudad que lo titula; al mediodía, con todo el boato y protocolo que avalan sus méritos piadosos y sus reconocimientos institucionales; por la noche, con la emoción del punto final de las fiestas mayores que le tienen como eje del programa. En la eclosión de la pirotecnia espectacular que se gasta en estos lares, rodeado de amigos, recordamos el poder fáctico de la fe y el arte que, en casos excepcionales, inspiran la misma unción en creyentes y descreídos.