Este verano he vuelto a comprobar que la ropa encoge en los armarios. Se lo dije a mi mujer, consternado, después de comprobar que los bañadores del año pasado ni siquiera eran capaces de subirme por los muslos. "¿Estos bañadores son míos o de mis hijos?". Míos, pero no había manera de encajármelos. Y los pantalones cortos tenían entre el botón y el ojal correspondiente una distancia aproximada como desde Güímar al Valle de los Caídos.

¿Es la oscuridad del armario la que encoge las cosas? ¿O será el agua caliente de la lavadora? Mi mujer, con esa perspicacia tan femenina, lo sentenció con tajante dulzura: "Déjate de rollos. Estás como una tonina".

O sea, que empiezas tus días de descanso con la depresión como vecina de apartamento. Todo lo que te gusta resulta que te sienta como un tiro. Si te tomas una cerveza, engordas. Si te comes las papas arrugadas que van con el pescado, engordas. Si te tomas un postre, engorda. Al final, poseído por una fuerza satánica y destructiva, terminas mandando todo al carajo y comiéndote todo el pan con mantequilla que te ponen en los guachinches; el tuyo y el de todos los demás, que te miran con una extraña expresión, como si te hubieras vuelto majara.

Pero tú lo tienes claro. Es la despedida. Este verano vas a tirar la casa por la ventana. Te vas a pegar una hartada de todo. Porque te lo mereces. Porque bastante jeringada es la vida para que uno encima se esté machacando. Así que esas dos semanitas que tienes para coger sol y orearte se convierten en un desmadre calórico. Te meas de la risa viendo en las revistas a chicos y chicas con abdominales esculpidos. Los tuyos se encuentran sumergidos bajo una masa de grasa satisfecha y feliz. A tomar por saco. Venga jarras de cerveza, venga papas, venga frituras y venga a sopetear con el pan en los mojos y en las salsas.

Así se pasan los días. Pero todo tiene su triste final. E inexorablemente llega el de tus vacaciones. Regresas a tu casa profundamente feliz. Te miras al espejo y te ves moreno y saludable. Dejas tu nueva ropa de verano -la que te compraste- en el armario, con el firme propósito de que el año que viene te va a quedar larga. Y te preparas para el trabajo.

Y entonces descubres que ya casi no cabes en los vaqueros. Que te los abrochas y parece que llevas dos morcillas azules. Y que las camisas no te cierran por la parte del ombligo. La ropa ha vuelto a encoger en la oscuridad mientras tu estabas disfrutando de la playa de cayados. Te vuelves a coger una nueva bajona así que te vas a la cocina a tomarte una cervecita y reflexionar. No queda otra. Hay que comprar ropa. Ser gordo sale un ojo de la cara.