Barcelona recibió el viernes último con una amenaza húmeda de tormenta. Al llegar el tren a la estación de Sans lo sentí en mis manos y en mi cuerpo, como si llegara de pronto, y de una vez, el otoño en la estación equivocada. El sol amenaza lluvia y mis amigos me recibieron con paraguas a la puerta de un hotel del Paseo de Gracia, una de las calles más elegantes y luminosas de Europa.

Una tormenta en Barcelona es algo muy serio, como las tormentas mediterráneas: densa, llena de aparato eléctrico de tal potencia que te obliga a resguardarte en las casas. Cuando entré en el hotel, el confort que proporciona el aire acondicionado me permitió olvidarme de la situación atmosférica.

La conversación, sin embargo, nos llevó sin querer a la otra tormenta que vive la ciudad y que atormenta a Cataluña y a España: qué va a pasar, cómo se va a precipitar la tensión que ha ido en aumento como consecuencia del agravamiento de los desacuerdos civiles y políticos.

La situación es muy grave, me dijeron los que me encontré ya dentro del hotel, y aquellos con los que hablé más tarde en la calle y en los bares y luego en el aeropuerto, pues me fui en avión. El tema es el procès, naturalmente; los líderes independentistas lo han ido calentando desde octubre, no ha habido sino algunas treguas, y la calle, la carretera, y hasta la playa, son testigos de que esa pugna entre los que quieren la independencia y los que no la admiten es un conflicto civil de peligrosa magnitud.

Ya no es una tormenta de palabras, de hecho no lo es desde antes del 1 de octubre, cuando un referéndum ilegal convocado por la Generalitat y otros factores del independentismo violentaron las leyes para arbitrar un mecanismo inconstitucional que diera fin a la relación de Cataluña con España. La historia es tan conocida como que hay tormentas.

Lo que ahora está en juego es la celebración o conmemoración de aquellos hechos que fueron una batalla campal en la que la policía española exageró sus gestos, los mossos catalanes exageraron su dejadez y las autoridades independentistas exageraron manifiestamente sus heridos, que pasaron de golpe de mil a tres, aunque sectores irresponsables de la Generalitat y de la prensa independentista, y de la prensa internacional, insistieron en ignorar que si hubiera habido tantos heridos como dijeron los hospitales catalanes no hubieran dado abasto.

Sobre mentiras así, fabricadas para que la tensión no decayera, se ha montado la tormenta actual. Se ha unido recientemente una mentira mayor, la que ha fabricado el equipo jurídico del expresidente Puigdemont al tergiversar unas declaraciones del juez Llarena sobre si existe culpabilidad o no en los gestores de aquellos acontecimientos de octubre. Donde el juez habló en condicional, Puigdemont colocó un afirmativo para hacer más potente su denuncia de Llarena ante un juzgado de Bruselas. Sobre esa mentira se ha montado una persecución judicial que ahora debería avergonzar también a sectores responsables del independentismo.

Es un momento muy grave. En Vic, cada tarde, un megáfono municipal alerta a la gente a favor de los presos y de la independencia con la peligrosa técnica intimidatoria de los somatenes. A la gente se la intimida para que se pronuncie a favor de la independencia en público y en privado y ese mecanismo de sometimiento llega a la conversación familiar. A uno de mis amigos le pregunté por su opinión y también por su estado de ánimo. Me miró un rato, dejó de sonreír. Al cabo de unos minutos atormentados me dijo, tan solo, "tengo miedo".

Aparte de aquella humedad que entumecía los huesos, esa es la tormenta que ahora entumece el alma en Barcelona. Luego fui al avión, el aeropuerto estaba repleto. No vi lazos amarillos, allí no hay. Lo único amarillo que vi fueron los colores que muestra el uniforme de Vueling. Pero la tormenta no está ya solo en los lazos. Y yo también tengo miedo.