Durante años ni animadversión la tuve focalizada en la Catedral de la Almudena de Madrid, que era sinónimo de barato, pretencioso y mal gusto: gótica por dentro, neoclásica por fuera, en el frente dos niveles de columnas y galerías tipo San Juan de Letrán de Roma. Mis ojos pasados los años comenzaron a ver la catedral como parte del conjunto monumental que forma con el Palacio Real, y entreví en los pináculos que remataban las torres un parentesco con el Escorial.

Conocí la Sagrada familia cuando era una sola fachada, pero no hace mucho su fealdad extrema contrajo mi corazón, con sobresalto observé al gran alienígena monstruoso de Barcelona que ya podía caminar al proveerla de unas gigantescas patas exógenas al cuerpo central, unos pilares inclinados y lisos, dispuestos para avances mecánicos de su gran caparazón hinchado y ventrudo, dirigido desde la galería cubierta y en ángulo obtuso (vértice arriba), que coronan los pilares. Lo más ominoso lo compone su totalidad, el volumen apelmazado de una masa oscura, amasijo de toscas piedras y escombros que resbalan puntiagudos por las laderas exteriores de las naves, como si fuera lava solidificada y apelotonada que la hacen engordar y expandirse en cualquier dirección.

A la Basílica de San Pedro se le ha criticado que su bóveda resulte muy pesada para el cuerpo del edifico que la soporta. Pero se hace ligereza y se vuelve ascensional y platónica si la comparamos con ese almacén pos-gaudiano que concentra materiales, sobrecarga, apelmazamiento, saturación, viscosidad, batiburrillo y orgullo contratista. El canto a la rugosidad y lo deforme, la sinuosidad de cada centímetro cuadrado impera. La tosquedad volcánica general es descansada, por partes extraídas de la historia de la arquitectura, con elementos de ella. No todo va ser geología y zoología, erupciones y monstruos. Estética de lo siniestro (Eugenio Trías).

Por si el monstruo-basílica no tuviera suficiente capacidad intimidatoria, arriba, de entre la saturación de protuberancias emerge una zona de torres y pináculos que disimulan lanzaderas de misiles tipo soviético, protegidas por escarpes y acantilados de lava. En lo alto, entre torres, hacen dilataciones de parto protuberancias y excrecencias aún sin formar, pero infladas de volumen y materia cuyo configuración depende del desarrollo final del repulsivo y viscoso organismo.

Las portadas recuerdan a los poblados de los indios navajos de Arizona, incrustados en roca, así y por pisos se suceden hornacinas que perforan la masa con grupos escultóricos empeñados en la narratividad de las piedras, pero que evocan al cómic catalán.