El muy honorable presidente de la república independiente de Cataluña en el exilio, Carles Puigdemont, aterrizó hace unas semanas semana en Bruselas, a bordo de un vuelo de Brussels Airlines. Y fue recibido después en la delegación del Govern ante la Unión Europea. Allí le esperaban su "minoyó", el presidente Quim Torra, y la delegada ante la UE, Meritxell Serret, y el exconseller Toni Comín, entre otros.

Paso a paso, España va esculpiendo los delicados perfiles de un monumental ridículo ante el resto de potencias europeas. Bélgica y Alemania se mean de la risa ante los requerimientos de la justicia española y deja a sus jueces a la altura del betún. Y los que en el mercado interior se denominan "prófugos", se pasean como Pedro por su casa por el resto de la Unión Europea, como si todo esto fuera una coña marinera. Hasta ahora se tenía la impresión de que España pintaba muy poco en la Comunidad. Ahora tenemos la evidencia.

¿Cuál es la razón para que tres distintos gobiernos, el de Rodríguez Zapatero, el de Rajoy y ahora el de Pedro Sánchez, no hayan sido capaces de afrontar el problema catalán? Pues porque se trata es de negociar lo innegociable: la ruptura del Estado y la creación de una república independiente. Este Gobierno, sin embargo, tiene la cándida pretensión de que el conflicto tiene una "solución política". Darle más competencias fiscales a la Generalitat, asumir el pago de la deuda pública de casi ochenta mil millones que arrastran, modificar la Constitución para crear una España más federal... No hay peor ciego que el que no quiere ver. El tren de Cataluña hace tiempo que partió. No existe ninguna solución, para ellos, que no sea la independencia.

Se lo está diciendo Puigdemont a Pedro Sánchez desde Bélgica. "Quien tiene deberes que hacer es Sánchez, esperamos que a la vuelta (del verano) haya aprovechado el tiempo". Y añadió: "No se puede querer los votos para convertirse en presidente y luego no actuar en consecuencia". Estamos, pues, ante uno que piensa que el otro puede darle una soberanía que no puede darle. Y ante otro que piensa que el uno puede renunciar a una guerra por la independencia cuyo control nunca ha estado sus manos. Es decir que estamos ante dos que se esperan mutuamente en una cita imposible.

El fin del "periodo de gracia" que Puigdemont le ha puesto a Sánchez es una amenaza. Es advertirle de que perderá la mayoría con la que gobierna en precario. Pero el catalán sabe que tiene una pistola de un solo tiro. Si obliga a convocar nuevas elecciones le puede salir la bala por la culata. A Cataluña le conviene un gobierno débil en Madrid. Así que en este circo nada es lo que parece. Por muy chulo que se ponga Puigdemont, lo que le conviene es mantener la influencia de sus votos en un gobierno que los necesita. Si calienta mucho la plancha, Sánchez no aguantará. Así que todo está en un precario equilibrio.