La política es el ejercicio de una simulación. Esto no es malo ni bueno: esta es la realidad, pues simulación es casi todo en la vida, si exceptuamos el dolor y la muerte. Simulamos afectos, simulamos alegría o amistad, y aunque nos duela decirlo todos somos, en algún grado, hipócritas. Y esto ocurre simplemente porque si esto no fuera así vivir resultaría imposible.

Dicho esto, convengamos que hay pocas artes tan perfectas de la hipocresía como las que se practican en el ejercicio de la política. Tenemos un caso especialmente significativo, a este respecto, en lo que acaba de ocurrir, y sigue ocurriendo desde hace mucho tiempo, con la radiotelevisión pública española, no sólo con la principal de las radiotelevisiones, sino con todas las demás, la catalana, la vasca, la andaluza y, como es natural, y en grado superlativo, con la radiotelevisión canaria.

Ahora ha ocurrido de nuevo al más alto nivel. Partidos que en la oposición han declarado, y la razón les asistía, que el citado ente público de titularidad estatal debería ser la radiotelevisión de los ciudadanos, sin injerencia alguna del poder del momento, acaban de declarar suya RTVE, seguramente para hacer con ella lo que ya hizo, de manera persistente y vergonzante, el partido que acaba de ser desposeído del poder, el Partido Popular.

El PP del Gobierno ha manejado a su antojo los informativos y los programas, ha mantenido al mando a un presidente déspota y desconsiderado, José Antonio Sánchez, que no sólo se ha jactado de su historial político dependiente de ese partido, sino hasta de sus despropósitos como militante dañado por escándalos financieros que afectan gravemente a su partido.

Ahora ha habido cambio de gobierno, tras un saludable ejercicio democrático, la moción de censura. Como el Partido Socialista Obrero Español debió someterse a pactos sin los cuales esa moción no hubiera salido adelante, el Gobierno resultante se ha sometido a pactos que lo obligan, como es normal en democracia, a compartir poder, aunque no sea desde el Gobierno, con grupos que lo apoyaron. Y aquí ha entrado Podemos, el partido de Pablo Iglesias, con toda su fuerza, a tratar de controlar la radiotelevisión pública. Es una antigua aspiración de Iglesias, que ya en 2015 reclamó para sí, si entonces pactaba con el PSOE, no sólo ese escalón de poder sino otros muy significativos y potentes, como el estamento del espionaje estatal.

En este caso, Iglesias comunicó a algunos periodistas, sucesivamente, que él tenía ese mando y que con él tenía la potestad de diseñar el futuro del ente. El escándalo ha sido verdaderamente mayúsculo, y de él se han hecho eco los medios e incluso políticos de los partidos implicados, incluidos los ministros. Pero el proceso ha seguido su curso, y en efecto el ente se ha constituido con la expresión de lo que Podemos quería que pasara. Es cierto que esta constitución del ente en su nueva dimensión es provisional, pero es verdad también que el apetito de poder de Podemos al respecto contradice lo que su líder ha dicho por activa (no digamos por pasiva: siempre ha sido por activa): la radiotelevisión pública ha de ser de los profesionales y de la gente. Le ha faltado siempre, y ahora también, añadir que debe ser de la gente, pero controlado por él y por los suyos.

El resultado de ese apetito ya se conoce: los profesionales de RTVE han torcido el gesto, impidieron un primer asalto del poder de la política al poder público de RTVE, pero impertérrita ha seguido su curso la ambición de Iglesias y ahora el consejo de RTVE depende de él en su mayoría. RTVE es pública siempre que sea mía, ha parecido decir. Es el cuento de nunca acabar, y lo peor es que no es un cuento. Es una hipocresía.