Los turistas y visitantes ocasionales lo tenemos más crudo, pero los andaluces y, especialmente, los sevillanos disponen de una oportunidad única para contemplar cinco obras maestras de Bartolomé Esteban Murillo y Francisco de Goya, reunidas por el azar que enlazó la conmemoración del IV Centenario de la muerte del primero, con la restitución a la capital andaluza de dos retratos reales datados a finales del siglo XVIII.

Los lienzos de Murillo pertenecen a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando -cuyos fondos españoles por cantidad y, sobre todo, por calidad sólo tienen parangón con la pinacoteca del Prado- y fueron restaurados para la ocasión por el Instituto de Patrimonio Cultural de España para su exhibición temporal en el Archivo General de Indias que, con esta exposición, se suma también al homenaje al más exquisito y bien pagado pintor español del XVII.

"La Resurrección del Señor" -la pieza más celebrada y con mejor literatura- revela tanto talento expresivo como catequético oportunismo en seguimiento del espíritu de Trento. La "Magdalena penitente" es una de las primeras versiones (se conservan siete) de la gran protagonista de la Vida y Pasión de Cristo y, acaso, la de mayor audacia plástica en cuanto sitúa a una hermosa adolescente, en un clima tenebrista que resalta las contradictorias pasiones que la afligen. Confortado por un ángel violinista, el arrebato místico de San Francisco entra en el bloque de telas singulares que, aún hoy, acreditan su magisterio y lo enfrentan sin complejos a los grandes asuntos y personajes frailunos de Francisco de Zurbarán y a los alcances técnicos del mejor Velázquez.

Junto a la breve y excelsa antología murillesca, figuran como contrapunto de mediocre realidad, los retratos de Carlos IV y María Luisa de Parma, sufragados por los trabajadores de las Reales Fábricas de Tabacos y que, después de un siglo, regresan cedidos a perpetuidad por Tabacalera. Frente a los sentimientos murillescos, la pareja real aparece retratada con mera objetividad y esta refleja, sin crueldad ni afectación, la vulgaridad de los protagonistas. Aún no había aparecido el genio rebelde de Goya que, a partir de 1792, fustigó los vicios y corrupción de una monarquía a la deriva, con el dominio infinito de sus pinceles.