Hubo una época bastante larga en la que fuimos un país raro, dominado, como Portugal, por una dictadura, cuyos efectos aún duran. Estaban la URSS y sus países satélites, pero en aquel entonces no se sentía que tales regímenes tuvieran que ver con la Europa a la que queríamos pertenecer.

Afectó ese régimen dictatorial a la educación, a la política, naturalmente, a la convivencia cotidiana, y dejó secuelas que aún hacen muy difícil ejercer con libertad y concordia las memorias comunes. Ahora ya no hay en Europa y en casi ningún lugar de América regímenes dictatoriales tal como los conocimos en los años sesenta y setenta, cuando ya teníamos uso de razón (política).

Nuestros antepasados tuvieron (y nos legaron) experiencias de ese tipo, que nos siguen marcando. Y así viven, por desgracia, en muchísimos lugares de África, de Oriente, de Asia. No somos una humanidad feliz, y probablemente no lo seremos nunca, para desgracia de las generaciones vivientes y de las generaciones futuras. Probablemente jamás veremos una humanidad gobernada por democracias. Así es la vida.

Pero ahora somos un país como (casi) todos los demás. En casi todos los países hay, como en el nuestro, tanta libertad de expresión que incluso se tolera que maldigamos a los que arbitran las leyes que limitan la libertad de expresión. Se puede cambiar de gobierno en virtud del ejercicio democrático del Parlamento y no a través de un golpe de Estado.

Quedan fallas graves sobre todo en el mundo de la educación y de los medios públicos, que siguen siendo patrimonio de los gobiernos, e incluso (como pasa en Radiotelevisión Española) de los gobiernos que fueron y que ya no lo son.

El cambio actual, con excepciones como esa, es una muestra de lo que sucede en democracia: cae un gobierno y viene otro de signo distinto que somete a revisión o a derogación leyes que no gustaron a partes importantes de la población. Y, por supuesto, dimiten y no siguen gobernantes que han sido apeados por su mala gestión o porque sus gestos o acciones han dañado la ética que maneja como inexcusable el partido gobernante. Ya el Ejército, por otra parte, es intercambiable entre un gobierno y otro, sobre todo porque el Ejército no tiene que ver con la posición política. Y la Iglesia católica, que fue omnipresente y tan todopoderosa como Dios, ya está en sus templos, o debería estarlo, aunque siga mostrando sus modos asfixiantes hacia la libertad de creer o de no creer que está consagrada en la Constitución.

Todo eso sucede, generalmente, en los países a cuyo club pertenecemos, y eso es algo que debemos tener en cuenta para dejar de decir, en los medios públicos y sobre todo en las redes sociales, que este país es un desastre inhabitable, que la política es un fardo triste de las sociedades, que todos los políticos son iguales, igual que se dice que todos los periodistas, por ejemplo, somos de la misma naturaleza.

Todo lo que pasa, en fin, ha pasado como metáforas sucesivas de la vida democrática en una sola semana. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, hizo dimitir a un ministro, Màxim Huerta, por llevar en su curriculum una mancha que el propio Sánchez le había reprochado a otros. A un seleccionador, Julen Lopetegui, se le apeó del cargo por incumplir su compromiso con la Federación. Y el presidente del Gobierno saliente se va de su partido y de su departamento y pide reintegrarse al puesto de trabajo que tuvo hace años.

El punto final de Mariano Rajoy es también un elemento que ayuda a saber qué es una democracia, forma de gobierno que ya compartimos con la mayoría de los países del mundo. Somos normales. Como diría el propio Rajoy, salvo en algunas cosas.