Tenía una silla de plástico en la azotea que gracias a los vientos que nos han visitado este año debe andar por Cabo Verde. Los expertos en el clima dicen que esto es consecuencia del calentamiento global, que es un calentamiento muy curioso porque este invierno he pasado más frío que un pingüino. El calentamiento que te enfría viene a ser como la riqueza que te empobrece, otro milagro de la incoherencia endémica de Canarias.

Los que peinamos canas en los alrededores de las calvas tenemos una cierta perspectiva del clima. Y que yo recuerde, jamás ha sido tan turbulento como el que estamos padeciendo. Las calamidades que uno recuerda de su infancia eran la llegada de una nube de "cigarrones"; esos bichos que los modernos llaman "plaga de langostas". La gente los combatía como los independentistas catalanes en las barricadas, quemando neumáticos para que el humo tóxico alejara a los bichos.

Los registros históricos nos dicen que en realidad de vez en cuando nos ha caído la del pulpo. La imagen original de la Virgen de Candelaria, la que en teoría se encontraron los guanches en una playa, desapareció en 1826 en medio de una riada tan importante que se llevó por delante varias casas, con sus habitantes dentro. La imagen se perdió para siempre en el mar y crónicas de la época hablan de cientos de vidas perdidas -algunas fuentes apuntan a más de mil víctimas- y cuantiosos daños materiales.

Según algunos, lo que está pasando -ventoleras, microalgas, palos de agua, turbulencias- ha pasado siempre, lo que ocurre es que el corto espacio de nuestras vidas no nos permite tener perspectiva. Claro que hay otros expertos que advierten de que el clima de Canarias se está tropicalizando y que nos van a tocar algunos huracanes.

Tal vez deberíamos acostumbrarnos a que lo de las Islas de la eterna primavera ya es historia. Que en verano -que por fin parece que empieza- nos vamos a asar. Y que en invierno nos congelaremos. Y que nos van a caer algunas tempestades tropicales. Esa cultura nos permitirá construir las cosas con la previsión adecuada para que las terminales de los aeropuertos no se inunden como si fueran una piscina olímpica y eso que llamamos autopistas no se llenen de charcos y de tierra y piedras. Porque en realidad el problema no es el mal tiempo -hay sitios bastante peores-, sino que nuestras construcciones no están preparadas para los fenómenos meteorológicos adversos. Ni siquiera nuestro cerebro. O por lo menos el cerebro del que dejó mal sujeta una plataforma petrolífera que se desancló con el viento y le sacudió un viaje a un barco.

Si nos mentalizamos, tal vez aprendamos a hacer las obras con fundamento. Y dejaremos de decretar doscientas mil alarmas al año. Los niños irán al colegio con botas de agua. Y si un día se pone feo, aguantaremos bajo techo hasta que pase. Lo que hace todo el mundo.