Estoy en Buenos Aires. Ayer refrescó por la tarde. Pero, por la mañana, cuando llegué, el cielo estaba encapotado, maldición para asmáticos, y la humedad estaba cerca del 90%. En esa atmósfera irrespirable, la bella ciudad caótica se abre a los que vienen desde el aeropuerto de Ezeiza como una jungla de tráfico imposible. Luego el día se fue haciendo mejor, pero la primera impresión de sudor y ruido desmiente de golpe esa apacible imagen que tiene el Buenos Aires de los parques y del propio nombre de la ciudad.

Como siempre que estoy en esta ciudad del tango y los periódicos, de los trolebuses y las canciones, pago algunas visitas tradicionales: el Tortoni, donde se reían Borges y Onetti, la Biela, donde se reía Bioy Casares, la Recoleta, donde ahora resido, en un hotel que parece inglés y es, naturalmente, de un extranjero que vino a vivir a Buenos Aires y se hizo de aquí, el señor Feirs. Al contrario de lo que se dice de los bonaerenses, no son pedantes, son simpáticos, en las calles te indican direcciones para las que estás perdido, en los bares te atienden con rapidez y viejo esmero, y en todas partes encuentras lo que no hay al llegar: sosiego, cierta vida de barrio que la prisa no ha llegado a romper del todo.

Y hay otra visita que hago con mucho gusto cada vez que puedo. La visita al diario La Nación, el histórico periódico bonaerense que ya tiene 149 años y que merece la gratitud de algunos tinerfeños que todavía recuerdan de qué vivía, entre otras cosas, nuestro ilustre paisano don Domingo Pérez Minik. Ya sé que los que nada más morir se burlaban de mi por nombrarlo dirán ahora "ya está con la matraca este pollaboba" (eso dijeron, la verdad, entonces, algunos desalmados habituales), pero es cierto que tengo presente a este hombre porque sus virtudes civiles, de respeto a los otros, de laboriosidad intelectual, de compromiso político, de seriedad y constancia civil, no están tan presentes ni en nuestra sociedad isleña ni en la sociedad en general.

Después de salir de la cárcel de Fyffes, víctima de las delaciones habituales en nuestra tierra tan difícil en aquellos momentos, don Domingo, gasolinero, maestro de Francés, escritor, activista cultural y comprometido políticamente con la República amenazada, se puso a vivir de las clases y de la pluma. Y encontró acogida, entre otros lugares, en La Nación de Buenos Aires. En este periódico más que centenario publicó muchas de sus colaboraciones, igual que hizo en Ínsula y en otros medios, especialmente en EL DÍA, donde encontró su casa. Eran artículos sobre libros, como aquí; los escribía a mano, con aquella mano que se le fue agarrotando. Luego él mismo los pasaba a máquina, los metía en uno de aquellos sobres de correo aéreo, salía andando a comprar Le Monde y bajaba hacia el muelle con una dirección final que adoraba: Correos.

Esa era la ruta urbana de don Domingo; a veces, en los últimos tiempos, nos encargaba a sus visitantes algunas de esas tareas, como comprarle el periódico francés. Don Domingo mantuvo su correspondencia y sus publicaciones en La Nación durante mucho tiempo. Era una rutina muy especial, a la que él profesaba devoción. Es misma devoción presto cuando vengo a Buenos Aires y visito el periódico, donde tienen constancia de aquel viejo corresponsal de otros tiempos del diario.

En los últimos tiempos La Nación ha cambiado de su antiquísima sede a otra mucho más moderna, donde los muebles antiguos sólo tienen cabida como metáforas de la historia; el periódico apuesta, cómo no, por los porvenires digitales, pero conserva, en sus ediciones on line y en la de papel, aquel aire lleno de pasión por lo que la inteligencia humana es capaz de dar en forma de ensayo o literatura, el territorio en el que se movía nuestro don Domingo.

Cuando hago estas visitas ya saben mis amigos de La Nación que en algún momento les voy a hablar de don Domingo. Y ellos ya lo llaman "nuestro viejo corresponsal".