El Barcelona aplastó con buen juego, fuerza y aplicación al Sevilla, que, durante los noventa minutos, ni supo ni pudo responder al vendaval. Sin excusas de ninguna índole para el resultado, andaluces y catalanes protagonizaron un partido limpio y sin incidencias sobre el césped que, además, sirvió como despedida de un ilustre manchego, Andrés Iniesta, futbolista de época que, durante dos décadas, y tanto con su club de siempre como con la selección nacional, dejó constancias de su clase, talento y deportividad.

Lleno absoluto en el estadio Wanda Metropolitano, que se estrenó en la Copa del Rey -fundada por Alfonso XIII en 1903 y decana de las competiciones nacionales-, y que, con el inapelable resultado (0 - 5) sumó la trigésima Copa del Rey para el equipo barcelonista, que, además, con cuarenta finales, lidera el palmarés seguido por el Atlético de Bilbao con veintitrés trofeos y, en tercer lugar, con diecinueve, por el Real Madrid.

Con estos cuatro datos e impresiones se cumple la exacta y brillante definición de Vujadin Boskov (1931-2014) que titula la columna: Fútbol es fútbol. Y visto su seguimiento planetario, es mucho y se basta y se sobra con sus directos valores e intereses. Pero, desde hace unos años y con intendencia organizada, las finales deportivas con presencia del Barça se transforman en manifestaciones independentistas que obligan a la mitad del público a soportarlas, casi siempre contra su gusto. Entonces, fútbol es propaganda, según ciertos políticos, directivos e hinchas que, en aras de la libertad de expresión, pregonan con mal estilo y falta de respeto una parcial -y legítima, nadie lo duda- aspiración política; por otra parte, legítimamente rechazada o ignorada por una parte sustantiva de la ciudadanía catalana y por el pleno de la comunidad internacional.

Esta vez -y no entendemos ni justificamos la medida- se requisaron las camisetas amarillas y se registraron notorias ausencias. Con la tribuna, presidida por el monarca y ocupada por autoridades políticas y deportivas, se revivió el duelo entre los pitos y los aplausos y tarareos al himno nacional. Sobraba, otra vez más, por burdo y cansino el insólito espectáculo que, tristemente, nos hace distintos en el mundo mundial.